España, de nuevo invertebrada


Hasta finales del siglo XVII la valoración de un país venía apenas determinada por su poderío militar. La capacidad de influir en el destino del mundo, o en el de países circundantes, colocaba en los primeros lugares a las naciones más ricas y poderosas. Pero, amén de esto, no había otro tipo de análisis fehacientes, ni institutos supranacionales de valoración que tradujeran a cifras el grado de riqueza o de poder – y también de riesgo – de una determinada potencia. Aún no existían los ranking en el sentido que hoy damos al neologismo; y tampoco los baremos. Éstos, que no eran al principio más que tablas comparativas de costos, precios y ganancias, no fueron utilizados hasta que un tal monsieur  Barrème los inventara allá por 1680, y se vieran empleadas no sólo por las empresas sino por todos los gobiernos, permitiendo así la elaboración anual de presupuestos nacionales y balanzas de pagos basados en una nueva e ingeniosa forma de contabilidad llamada «de partida doble». Deteniéndonos en el concepto del «baremo», podríamos señalar que los que en la actualidad usamos, por ser eminentemente económicos, apenas reflejan los vectores materiales de la actividad humana. Nada nos dicen del grado de felicidad alcanzado por los pueblos de este o de aquel país, ni del nivel que han conquistado en ámbitos tales como la conservación de sus valores fundamentales, sus ideas sobre la trascendencia o su contribución más o menos positiva al desarrollo de la civilización humana. Tras este preámbulo, nos tocaría discernir si lo que sucede en España en estos albores del siglo XXI es en verdad tan trágico como algunos quieren señalar, o si es tan solo preocupante. Y, sobretodo, sería el momento de desentrañar si no estamos realmente ante una crisis de civilización. ¿No será éste el momento histórico de cambiar radicalmente los sistemas y perfeccionar de una vez por todas nuestra endeble democracia? Parece contradictorio que en la presente situación de crisis, cuando nos empeñamos en mejorar eso que hemos dado en llamar «la marca España», sigamos dando al mundo la unívoca imagen de «Fiesta y Siesta».  No hay un solo puente festivo en el que no se registren cinco o seis millones de desplazamientos a lugares muy lejanos del de residencia habitual. Los cruceros jamás tuvieron tanto auge, y lo mismo podríamos decir de la compra de carísimas entradas para los principales partidos de fútbol, actuaciones musicales, corridas de toros y demás pasatiempos multitudinarios. Si hubiera un baremo que considerara lo antedicho y la proliferación de bares, clubes y salas de fiesta, es decir, el grado de divertimento de una sociedad, España ocuparía el primer lugar del planeta. ¡Ah!…y en ninguna otra nación la gente viste tan bien como en la nuestra.  Hechos los inevitables recortes, sólo nos queda confiar en que el Gobierno Rajoy sepa abordar con valentía los cambios institucionales. La solución, una vez más, está en la valentía.       

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Publicado en «La Tribuna, el 3-12-2012 

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