Columna de silencio


Me habría gustado dejar esta columna en blanco, como forma de rendir silencioso homenaje a ese admirable pueblo japonés que tan alto ejemplo de entereza nos está dando. Pero ello no es posible en un periódico, por razones obvias. Así que la rellenaré con esos «caracteres» que en las redacciones de los diarios sirven para medir la longitud de los artículos y encajarlos en los nichos correspondientes; pero que reflejarán sin duda la inmensa tristeza que todos sentimos estos días, o deberíamos sentir, cuando ya se cumplen diez días de una de las más devastadoras catástrofes naturales de nuestra era.
Las dantescas imágenes que nos ha ofrecido la televisión y que nos han sobrecogido más que cualquier otro horror que hayamos podido contemplar en nuestra vida, deberían llevarnos a reflexionar sobre las relaciones del hombre con la Naturaleza y con esa energía nuclear de ‘usos múltiples’ que creemos haber dominado; cuando en realidad el hombre aún no ha aprendido a dominar nada. No aprendió nada, por ejemplo, del gran seismo de grado 9, seguido de maremoto, que destruyó Lisboa totalmente en 1755, y causó noventa mil muertos. Allí tuvo su origen la ciencia de la sismología, que es un camelo, porque varios siglos después sigue sin poder vaticinar la inminencia de un seismo. Lo registran los sismógrafos y lo miden con precisión mientras ocurre, pero de anticipar su ocurrencia, nada de nada. Siguen siendo, como los llaman los estadounidenses, ‘actos de Dios’, contra los que muy poco puede hacer la voluntad humana.
En los campos donde creemos haber progresado, no lo hemos hecho en la medida que por lo general pensamos, sino que a menudo hemos generado nuevos y gravísmos peligros para el conjunto de la Humanidad. Deberíamos apostar decididamente por un progreso inteligente, auténtico y acumulativo, en lugar de hacerlo por un progresismo basado en decisiones reversibles. El desarrollo de las comunicaciones por vías cibernéticas, por citar apenas un ejemplo, constituye uno de los mayores riesgos que los avances tecnológicos nos están haciendo correr. No queremos ni pensarlo porque vivimos embriagados de éxito y soberbia, pero la posibilidad de una paralización mundial de ese nuevo medio de comunicación entra – mucho más que el riesgo de terremotos, tsunamis y siniestros nucleares – en cualquier cálculo de probabilidades. Y no hay que ser profeta para columbrar que un apagón cibernético constituiría sin duda la mayor de las catástrofes a escala planetaria que podríamos temer, ya que toda actividad humana quedaría colapsada. Algo tan cíclico y previsible como una radiación solar de intensidad superior a las habituales, podría desencadenarla. No obstante, nuestra ceguera progresista nos permite vivir como si tal posibilidad no existiera. También los estoicos japoneses llevaban cien años esperando su terremoto del siglo y, dentro de la gravedad del que acaban de sufrir, y del que sin duda sabrán recuperarse, hay que felicitarse por el hecho de que el seismo no haya afectado directamente al superpoblado Gran Tokyo, de treinta millones de habitantes.

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