Una vez más, nuestra nación se enfrenta sola ante el peligro. Como en 1808, o en 1898, España encara de nuevo un desafío que amenaza su unidad. Salió airosa, gracias al levantamiento espontáneo del pueblo español, ante el invasor francés; y terminó derrotada en esa otra guerra – la Hispano-Americana, que seguimos llamando incorrectamente «Guerra de Cuba» – que llevó a nuestra España al más triste de los desastres, y a Estados Unidos al mayor de los muchos descréditos morales que ha inscrito en su historia. Ni la intervención del Papa ni la cobarde pasividad de las naciones en aquel conflicto, contribuyeron un ápice a evitar el atropello de España por la nueva y prepotente nación. También estuvo solo nuestro país, e incluso bloqueado por la comunidad internacional durante un largo período posterior a nuestra guerra civil, y, por último, con ocasión de la cobarde «Marcha Verde» ordenada por Hassan II, en 1975. De estas dos comprometidas situaciones citadas en último lugar, España logró zafarse, en un caso por el oportuno abrazo de dos célebres generales – Eisenhower y Franco – y en el otro, gracias a una no menos célebre «bajada de pantalones», de la cual los españoles preferimos no hablar.
Los enemigos que enfrentamos no son ahora exteriores. Los tenemos en nuestra propia casa: en Cataluña, en el País Vasco, en Andalucía (oculto en sus actuales gobernantes) y en determinadas formaciones políticas que desde épocas de Pablo Iglesias, o de la sangrienta revolución bolchevique, han bregado, sin éxito afortunadamente, por hacer del mundo su feudo; un feudo que la Historia ha mostrado imposible y de todo punto inviable en nuestra piel de toro y en buena parte del mundo desarrollado. Cuando las ideas políticas se circunscriben a la conquista del poder y al desacato de la Ley cuando ésta no es favorable, constituyen un gravísimo obstáculo para el progreso y, sobre todo, para el mantenimiento de cualquier sistema democrático. Cuando los gobernantes de la región española que fuera esencia y motor de España se atreven a traicionarla, y a alentar su separación política de la gran nación histórica, no podemos abrigar la menor duda de que el enemigo está entre nosotros. Las ideas socialistas (mal entendidas, porque el socialismo es semánticamente otra cosa), y las comunistas trasnochadas, no sólo se nos muestran hoy incompatibles con la idea de democracia, sino como el mayor de sus problemas. Pueden tener su utilidad, en prudente escala, para lograr un contrapunto en la democracia parlamentaria, pero están invalidadas – invalidadas por su propia ejecutoria – para tareas de gobierno, y por tanto como razonable alternativa de gobierno.
Acusar al actual ejecutivo del señor Rajoy de «mal gobierno», y que la protesta la lidere el partido que permitió ocho años de desmadre a Zapatero, sólo tendría sentido si se tratara de una broma. Una cosa es hacer oposición, y otra deslegitimar a un gabinete que no ha podido llevar a cabo en su primer año de gestión la labor de regeneración institucional, económica y moral que tenía programada, y que sin duda intentará completar a lo largo de los tres años de mandato que le restan. La incansable actividad pro desgaste del gobierno Rajoy realizada por los partidos de izquierdas durante el año que termina, la cual ha incluido millares de manifestaciones callejeras y ¡dos huelgas generales!, únicamente es comparable a la intensa actividad sediciosa protagonizada en Cataluña por Artur Mas y sus adláteres. El maduro autor de este artículo, que ya ha vivido y visto mucho, jamás habría imaginado que tras una Transición ejemplar como la que juntos construimos, podríamos llegar al punto de tener que ver un profeta en aquel clarividente Ortega que nos recomendó no bajar la guardia ante nuestros enemigos interiores.
Con todo, un servidor, que siempre ha intentado ver la botella medio llena, es de los que confía en la victoria final de España, y en el hundimiento total de la flota de submarinos enemigos que la amenazan. Es, abiertamente, de los que esperan que el gobierno del señor Rajoy – patriota y honrado donde los haya – (excepción hecha de un más que equivocado Ruiz Gallardón), tenga también el coraje necesario para, entre otras metas, erradicar, o cuanto menos reducir drásticamente la corrupción que nos enfanga; derrotar definitivamente a los traidores y perjuros sediciosos; acabar con el terrorismo etarra; reducir sustancialmente la tasa de paro; profundizar en la reforma del sistema de pensiones; restaurar la hoy perdida unidad de mercado; implantar una Ley de Educación justa y universal; penalizar los ataques a la Religión Católica, y a cualquier otra, así como la española (que no «hispana») fea costumbre de blasfemar; promulgar alguna ley en defensa del buen uso de la Lengua; impulsar el crédito bancario a particulares y pymes; solucionar los problemas que afectan a la Sanidad; reformar la ley que permite los abortos arbitrarios; mejorar en todo lo posible los servicios sociales; apoyar las actividades solidarias; mejorar los reglamentos que rigen las Comunidades Autónomas; impulsar la I+D+i; optimizar la «Marca España» en el exterior; promover la natalidad y el subsiguiente relevo generacional; corregir con justicia la Ley Gallardón «de Tasas Judiciales»; seguir en la lucha contra el déficit público y privado; devolver la independencia absoluta a la Justicia; promulgar una ley de ayuda a desahuciados y todas aquellas que sean necesarias para mantener e incrementar, sin discriminación alguna, eso tan importante que llamamos «Estado del Bienestar».
Feliz Navidad a todos, queridos lectores. ¡Ah!, y no dejen de montar el Belén, el del Niño Dios que la mayoría de españoles adoramos. No hagan caso de cuantos quieren que no lo montemos, y que son, por lo general, los mismos que se afanan en armarnos ese otro tipo de belenes que nos quitan felicidad.