- Puerto Pesquero de Labouirda
Lo primero que se descubre al recorrer estos países del Noroeste de África – Marruecos, Sahara Occidental, Mauritania, Senegal – es que el emigrante que se lanza al mar en una floka (patera) marroquí o saharaui, o en un cayak (cayuco) senegalés o mauritano, para alcanzar las costas españolas, es ante todo un héroe.
El autor de esta crónica ha podido conversar con jóvenes y viejos de multitud de familias en las cuales, y por lo general sin el conocimiento de la madre – que siempre es la primera de todos los seres queridos -, alguno de los hijos ha realizado, con mejor o peor fortuna, su viaje a ese país llamado España que para los africanos es sinónimo de Eldorado.
Uno de estos jóvenes, senegalés por más señas, devuelto por las autoridades españolas tras ser interceptado frente a Fuerteventura el cayuco en el que viajaba, me comunica que su madre se desmayó al saber que él se hallaba en el ancho mar, rumbo a una tierra extraña e inmerso en esa arriesgada aventura que para miles de africanos representa la única opción para arrancar de la miseria a diez o quince miembros de la familia. Otro, éste de El Aaiún, me relata cómo, a quince millas de Lanzarote, el capitán de la patera tuvo que llamar por el móvil ¡a la policía española! para solicitar socorro, porque el motor de la frágil embarcación se había parado y se hallaban a la deriva y a merced de un fuerte temporal. En este caso – siguió contándome – el helicóptero de salvamento tardó diez interminables horas en localizar la floka, que ya se encontraba a punto de zozobrar, y en iniciar después la arriesgada maniobra de rescate. Gracias a muchos otros africanos con los que logro conversar en sórdidos cafés de los puertos de Kenitra, Agadir y Tarfaya, anoto diversidad de historias, cada una diferente pero todas dramáticas, en las que el desesperado afán de conseguir una vida mejor es, invariablemente, el denominador común.
Los peores momentos – reconocen todos – son el de la partida desde la costa africana, cargadas como van con veintitantas personas las pateras, y con alrededor de ochenta los cayucos; y el momento crucial del ansiado desembarco en alguna playa española. A menudo, los alisios y las corrientes les llevan hacia peligrosas costas escarpadas, o a perder el rumbo. Son éstos los casos en los que un mayor número de muertos y desaparecidos se produce. Durante el resto de la travesía – según me dice un joven de 18 años que a pesar de su edad ya ha hecho dos veces este viaje – se limitan a acurrucarse, hacinados, en el fondo de la embarcación y a procurar no pensar en nada. Inchaláh! (Aláh es grande y todo queda en sus manos) – añade con un gesto fatalista.
También me informan de que por lo general dependen de un único y decrépito motor que ha tenido que ser reparado infinidad de veces, aunque algunos cayucos van equipados con dos motores. Son más, por lo que he podido constatar, los emigrantes que acaban repatriados por las autoridades españolas, que los que consiguen desembarcar en España. Uno de estos afortunados me relata, con todo lujo de detalles, cómo logró llegar a Ciudad Real, y más tarde a Barcelona, donde estuvo trabajando seis meses sin papeles, para luego volver a su país con la firme intención de comprar una Zodiac de gran tamaño, equiparla con dos potentes motores y un navegador GPS, para así poder alcanzar la costa española en pocas horas y con menos probabilidades de ser interceptado. Todos están al corriente del hecho de que las entradas en nuestro país van a hacerse más difíciles a partir de ahora, debido a las medidas que España y la Unión Europea están adoptando al respecto; y ello ya ha reducido considerablemente el número de embarcaciones ilegales que en estas semanas parten para España. De otro lado, la gendarmería marroquí y la senegalesa han incrementado su control de las costas y puertos africanos.
- Pesqueros en paro biológico
El paro biológico que rige en la actualidad en el banco canario-sahariano, con el impresionante espectáculo de todas las flotas amarradas en los puertos, y los problemas humanos que todo ello conlleva, se ve ahora agravado por las nuevas medidas europeas contra la inmigración ilegal, aunque ésta continúa. En lo tocante a Senegal, la reciente condonación de la deuda externa que este país mantenía con España, ha dado lugar a una colaboración más efectiva de sus autoridades en este delicado asunto. Pero hay que señalar que a estas costas también llega la peregrinación interminable de millares de subsaharianos – de Mali, Costa de Marfil, Burkina Fasso, etc. – cuya meta común no es otra que la de poder embarcar un día para España; penoso periplo que a menudo realizan mujeres solas. Y hay que recordar que sólo en una semana del pasado mes de octubre, llegaron a Fuerteventura cinco madres de raza negra que habían partido de sus países de origen cinco años atrás, en busca de la esperanza, y traían con ellas a sus hijos, fruto de los embarazos habidos por el camino. Como publicó ABC en un lacerante artículo titulado Bebés de ninguna parte, «muchas veces pasan largas temporadas en distintas regiones donde se procuran algún empleo para seguir ganando dinero y poder continuar el trayecto. Y en este tiempo, como sucede en la vida de cualquier persona, pueden conocer a un compañero y tener a sus niños».
Como anécdota pintoresca de mi viaje les diré, amigos lectores, que al saber el marinero de la Zodiac a quien antes me refería, que estaba hablando con un colaborador de La Tribuna, llegó a ofrecerme una plaza en el primer viaje a realizar rumbo a Canarias, al precio especial de dos mil euros (el normal es de tres mil), con lo que conseguiría una interesante exclusiva periodística y… – transcribo aquí sus palabras – «…tu ganar mucho dinero». Pero el redactor de esta crónica, que ama profundamente su actividad de reportero, se percata sin esfuerzo de que ama mucho más la vida.
También me expresan su gratitud por la generosa ayuda que la Cruz Roja Española les presta cuando a su llegada a España son detenidos e internados en los centros de acogida (que ellos llaman «la cárcel»), así como por el buen trato que reciben de nuestros policías. Me cuentan que a los quince o veinte días de su apresamiento vienen sistemáticamente trasladados en avión a Ceuta, y enviados en autobús, desde esta ciudad española – tras ser fichados rutinariamente por la gendarmería marroquí – a sus respectivos lugares de orígen. No suelen ser objeto, me aseguran (?), de ninguna penalización o represalia por parte de las autoridades marroquíes. Menos mal – pienso – después de todo, porque estos emigrantes que luchan por integrarse en nuestra nación, son – de forma más que evidente en el caso de los marroquíes – el lamentable fruto de las injusticias que atenazan a sus países. Son los ricos de los países pobres los que mantienen al pueblo en la pobreza. No se compadece el hecho de que un trabajador marroquí (sólo una de cada diez personas en edad laboral percibe un salario) gane una media de tres euros diarios, con la inmensa fortuna que atesoran los miembros de la monarquía actual. Impresiona el dato de que sólo las cuatro personas más relevantes de la familia real marroquí sean propietarias de casi un millón de hectáreas de terrenos preferentes, y de un sinnúmero de palacios, rodeados de inmensos parques, en todas las ciudades del Reino y en numerosas localidades turísticas del litoral; por no hablar de otras muchas rentas y bienes. Ante tan inmensa fortuna, nuestra Duquesa de Alba resulta una mendicante. He de decir, en aras de la objetividad, que estos datos los he extraido de una revista de la «oposición» que se puede comprar sin problemas en cualquier quiosco marroquí. (Es bueno verificar que, a pesar de los pesares, y gracias, seguramente, a la presión de Estados Unidos, Marruecos va plegándose, tímida y gradualmente, a las exigencias de la democracia).
Pero volviendo a lo de arriba, las bolsas de extrema miseria que este redactor ha podido contemplar en Essauira y Agadir, y en las ciudades del Sahara Occidental hoy ocupado por Marruecos, sobrecogen el ánimo. Contrasta brutalmente el nuevo esplendor de los centros urbanos de Rabat y Casablanca, por citar dos de las ciudades mejor maquilladas del país, y la moderna red de carreteras y autovías que se extiende por sus regiones atlánticas, con las inhabitables villas-miseria amuralladas que circundan en la actualidad la mayor parte de las ciudades. Espectáculo que se repite en las incontables bidonvilles de ese territorio infinito – el Sahara Occidental – que fue territorio español hasta la oportunista Marcha Verde de 1975.
El libro de Memorias de Hassan II nos invita a la reflexión cuando leemos en él la confesión de que dicha marcha obedeció a un farol. En las memorias se reconoce que el desaparecido monarca no las tuvo todas consigo cuando se marcó el órdago, ante la evidente superioridad militar de nuestro país en aquella época. Episodio histórico éste que, sorprendentemente, aún no ha sido explicado con claridad a los españoles; pero que en el mundo magrebí tuvo la virtud de revestir de popularidad y prestigio al anterior monarca alahuí, al tiempo que condenaba al más injusto no ser a todo el pueblo saharaui. Cuatrocientos mil saharauis continúan soñando en la argelina Tindouf con el retorno a su tierra amada. Rechazada definitivamente por Marruecos la vía del referendum que antes propugnaba (cuando creía poder ganarlo), los pobladores del Sahara ignoran hoy totalmente cuál va a ser su destino.
Antonio -a la izquierda- residente en Dakhla (Villa Cisneros)
Un español que encontré en Dahkla (nuestra antigua Villa Cisneros), con 34 años de residencia en el Sahara, me habla con nostalgia de la época española. Su nostalgia es compartida por otros muchos saharauis, ataviados con el tradicional derraá, con los que se reúne a diario en el café que antaño frecuentaban nuestros soldados y legionarios . Veo el antiguo cine, hace años cerrado, y la iglesia de la misión católica, con cuyo sacerdote – uno de los tres que Propaganda Fides mantiene destinados en el Sahara Occidental – me paro a conversar. Contemplo la nueva plaza construída junto a la iglesia, en el lugar donde se alzó el fuerte más antiguo del África Occidental; el cual, a pesar de las intervenciones de la Unesco y del gobierno español, fue demolido hace unos años. No hubo nada que hacer. Y la misma suerte corrió, según me explican, el histórico faro español que un día salvara la vida al célebre escritor francés Antoine de Saint Exupery – autor de El Principito y legendario aviador de la no menos célebre compañía L´Aeropostale – cuando su aeroplano, sobrevolando el océano, se extravió una noche frente a la ciudad.
Huellas de la época española «Casa Luis» en Dakhla
He aquí el poema que una escritora canaria, defensora a ultranza de aquel fuerte, dedicó a la Villa Cisneros de su infancia y a su hermosa bahía formada por el delta del Río de Oro:
«Cielo, arena y mar,
perfume de salitre, incienso y flores.
Todas las voces del mundo
construyen tu silencio,
y el desierto se alarga hasta la orilla
para que beduinos y sirenas
se enamoren»
Tampoco se dijo en España que nuestros legionarios tuvieron que embarcar para la Península bajo una lluvia de piedras arrojadas por algunos residentes marroquíes, mientras otros izaban apresuradamente la enseña de Marruecos en todos los lugares donde – desde 1885, año de la Conferencia de Berlín – había venido ondeando nuestra bandera española. Mi nuevo amigo me confiesa conmovido que aquel día lloró.
Y me confía, así mismo, que nigún saharaui alcanzó a comprender – al igual que nos sucediera a los españoles de la Península – por qué España, su España, les abandonaba de tan insólita manera. Hoy, todos los acuartelamientos e instalaciones militares que un día fueron españoles, se encuentran ocupados por destacamentos marroquíes, y todo el Sahara Occidental – que así se denomina ahora nuestro antiguo protectorado – es un territorio marroquí de hecho, pero no de derecho, o lo que vendría a ser lo mismo: un territorio sin papeles.
De esta situación deriva el hecho de que algunas de sus regiones tengan restringido el paso a cualquier civil. El autor de estas líneas, bajando por carretera desde El Aaiún, vió frustrado su propósito de acercarse a visitar las ricas e históricas canteras de Foss Boukrá, fundadas por los españoles, al serle terminantemente prohibido el paso por un nada amable destacamento de la gendarmería real marroquí, que le salió al idem. Sólo le fue posible fotografiar más tarde, a prudencial distancia y exponiéndose a ver su cámara fotográfica confiscada, las humeantes chimeneas de ese importante complejo industrial tan celosamente vigilado hoy como hábilmente birlado ayer. Tras la precipitada descolonización española, el Sahara Occidental se ve ahora ocupado por el vecino de arriba. Algo parecido, en cierta forma, a nuestra historia particular de almorávides y almohades; si bien, en aquel caso, los ocupantes llegaron de abajo
Unos días más tarde, cuando ya he dejado atrás los rigores de la sabana, del desierto mauritano y de buena parte del Sahel – ¡y los cerca de veinte controles policiales que forzosamente hay que sufrir para cruzar Mauritania! – pero también mis afortunados encuentros con las gentes más humildes de Nouadibou y Nouackchot, penetro en el Senegal, el país del río silencioso (que éste es el significado del topónimo), y destino final de mi viaje.
A mis setenta y un años cumplidos, son las gentes, sobre todo, los «paisajes» que más me atraen de África, y no dejo de sorprenderme, entre tantas otras cosas, por la envidiable cultura oral de que hacen gala los nativos de mi edad (aunque aquí, por su envejecido aspecto, parece que me la doblan); cultura ésta, la de la oralidad, de clara influencia sufí, que a menudo aventaja a la que puedan proporcionar los libros. Pero también el repentino choque con el África negra impresiona. La luz y los colores cobran de pronto una dimensión cegadora, como a la salida de un túnel en pleno día.
Un anciano se interesa por saber si soy un «blanco, blanco» (como antes llamaban a los europeos para distinguirlos de los «blancos, negros», o europeos africanizados); y esto me hace recordar a unos chiquillos mauritanos de piel azabache que unos días atrás me preguntaban, dentro de su jaima del desierto y en un rudimentario francés casi inintelegible, si «les excrements» de los «blancs, blancs» también eran de este color; y a la hermana mayor que les reprendía, ahora en lengua bereber, por hacerme esta clase de preguntas.
Leo en un libro de un gran escritor de Malí – Amadou Hampaté Bâ – que he adquirido para ocupar las noches en las que en Senegal conviene estar recogido, que «un viejo que se muere es como una biblioteca que arde», hermoso pensamiento que expresa, de un lado, ese culto a la oralidad que acabo de referirles, y, de otro, el profundo respeto que los africanos sienten por sus mayores; sentimientos que un extranjero puede constatar en multitud de ocasiones. ¡Cuántos ancianos europeos envidiarían (que no es, afortunadamente, mi caso) el extraordinario cariño con que los hijos y los nietos de estas humildes tribus cuidan a sus homólogos africanos! Y cuán cierto es, también, que hay miserias, en nuestro privilegiado «primer mundo», mil veces peores que la pobreza. Continuaré hablándoles de África, aunque sea con este estilo mío anárquico y desordenado, en el próximo episodio. Bshlama! (Queden ustedes con Dios). © 2006 José Romagosa Gironella – (Remitido desde Senegal) Publicada en La Tribuna de Ciudad Real, el 9 de diciembre de 2006
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