Archive for the ‘TEMAS CERVANTINOS’ category

José Luis Aguilera

18/12/2011
 José Luis Aguilera ha muerto. Quijotista de raigambre, eligió esa forma de vida que consiste – como leemos en la gran novela – en hacer el bien a todos y mal a ninguno. Nos ha dejado el recuerdo del hombre honrado y generoso que Cervantes perpetuó en su personaje más célebre. Podría incluso afirmarse que José Luis ha sido un don Quijote redivivo, un alter ego del andante caballero eternamente ocupado en deshacer entuertos. Quitando a otros elegidos, como el ilustre membrillato Pedro Morales de Gracia, el catedrático cervantista Joaquín González Cuenca, o el antiguo ferroviario Manuel López Gómez, fue uno de esos manchegos admirables que se sabía el Quijote de memoria y había hecho de esta obra su «hoja de ruta».  
 
Humanista, abogado y senador del Reino por Ciudad Real, supo llevar por el mundo el nombre ilustre de su tierra. Sin estridencias ni afán de vanos protagonismos, sus consejos fueron siempre los del cristiano viejo, aunque en otro lugar geográfico habrían podido ser los del derviche mahometano ducho en tradición oral, o los de un sabio necesitado de potentes anteojos, debido al mucho leer. Al igual que nos acontece con la imagen de Quevedo, ya no podremos evocar el bondadoso rostro de Aguilera sin incluir en el collage esas características gafas de recia montura que semejaban dos lupas y transformaban sus pupilas – como diría Juan Ramón – en dos escarabajos de cristal negro. Serán sus ojos, sin duda, esos amplios ventanales por los que asomaba su alma, los que más nos servirán para traer su imagen a la memoria.
 
Necesitado de darse y de seguir repartiendo el amor que le sobraba, tras haberlo volcado a espuertas en su esposa Encarnita, en sus hijos y sus nietos, decidió un día reunirse con sus amigos más próximos y proponerles otra de sus geniales ideas: la de fundar una asociación que divulgara los valores del Quijote y contribuyera a formar una sociedad más culta, justa y solidaria. Así fue como vio la luz, allá por 1994, la asociación cultural  Ciudad Real Quijote 2000, hoy desaparecida, aunque no fueron pocos sus frutos y realizaciones a lo largo de sus quince años de existencia.
 
Don José Luis Aguilera Bermúdez, Quijote del siglo XX, ha fallecido en Cullera, hace apenas unos días. Nos dolemos de su pérdida cuantos tuvimos el honor de ser sus escuderos, sus mozos de campo y plaza; sus amas, bachilleres, barberos y sobrinas. Nuestro paisano más ilustre, el que mereciera un día la distinción de «Caballero Andante», y más tarde la de «Ciudadano Ejemplar» de Ciudad Real, ha emprendido su último y definitivo viaje, el que lleva a las estrellas. Y uno (amante de los dibujos animados) quiere imaginarse que un triste can innominado, galgo corredor por más señas, sigue inmóvil en la esterilla, junto al lecho mortuorio, aguardando su regreso. Los demás damos por cierto que el reencuentro ocurrirá en algún mágico lugar donde no hay puestas ni auroras.
 
© 2011 José Romagosa Gironella
“Puntos sobre la íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día 19 de diciembre  de 2011
 
 

Rien de rien

15/02/2011

Hace unos años, cuando la hoy extinta asociación cultural Ciudad Real Quijote 2000 se esforzaba en conmemorar lo mejor posible la efemeride del IV Centenario de la Primera Edición del Quijote, encargó un ciclo de siete conferencias a uno de los castellano-manchegos más cultos que el autor de estas líneas ha conocido en esta región: el Profesor don Ángel-Enrique Díaz-Pintado Hilario; filólogo, ¡agárrense!, por partida triple (licenciado en filología hispánica, inglesa y eslava), y catedrático de «eslávicas» en la Universidad de Granada. Las conferencias, en su conjunto, constituyeron uno de los trabajos de investigación más amenos y completos que se han realizado sobre la influencia ejercida por Cervantes, y en particular por el Quijote, en la obra de los grandes maestros de la literatura universal.   

El ciclo fue anunciado en los medios de comunicación, en el boletín mensual del ayuntamiento capitalino y mediante un librito del que se editaron, y distribuyeron de forma selectiva, un millar de ejemplares. El impagable trabajo de Díaz-Pintado, y la profusión de mensajes publicitarios emitidos, sólo obtuvieron el resultado de que la media de asistentes por conferencia fuera de siete personas, ¡siete!  Dato éste harto elocuente sobre el verdadero interés de los ciudadrealeños por esa figura – Don Quijote – que de manera forzada se ha querido implantar como totem emblemático de la región manchega; y sobre el bajo nivel cultural que décadas de políticas educativas erradas han logrado afianzar en esta bendita tierra «de Don Quijote», tierra, por mucho que nos duela, en la que poquísimas personas han leído esa célebre novela que hizo la Mancha universal.

Soy plenamente consciente de que la presente crónica dista de ser políticamente correcta, y puede resultar antipática a quienes usan el Quijote como si de un bien comercial se tratara, despreciando la ocasión de libar el precioso néctar que encierra. 

Un documental producido por la BBC así mismo hace algún tiempo, ponía lamentablemente de relieve la ignorancia de los castellano-manchegos sobre esa obra universal que trata a la Mancha como «tercer» protagonista de la fábula. Se entrevista en el documental a multitud de nativos de esta región – clientes de bares y mesones, universitarios que salen de clase, oficinistas que se dirigen a sus lugares de trabajo, y hasta al maestro de una escuela local – y se les pregunta sobre su conocimiento de la gran novela. El balance es aplastante: prácticamente ninguno de los entrevistados la ha leído. Casi todos confiesan tener un Quijote en alguna estantería de su casa, pero de leerlo… rien de rien.
Una auténtiva vergüenza para los compatriotas de Cervantes que la BBC habrá divulgado, a buen seguro, en la nación de Shakespeare y, muy probablemente, en unos cuantos países de habla inglesa.      

No es extraño que nuestros políticos no sepan hablar correctamente; que en muchos de nuestros medios de comunicación se machaque el idioma, y que en Internet y en tantos canales de televisión se esté acabando con una lengua riquísima que ya sólo en Hispanoamérica se usa con propiedad. Cualquier albañil colombiano habla un español más correcto que la mayoría de los parlantes de su madre patria. 
 
 © 2011 José Romagosa Gironella
“Puntos sobre la íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día 14 de febrero 2011

Lepanto, hito histórico

24/10/2010

Se han cumplido 439 años de la célebre batalla en la que la Cristiandad, embrión entonces de lo que hoy llamamos ‘Occidente’, zanjó el avance del Islam; y una década de aquel IV CINDAC – Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas – que celebramos en Lepanto del 1 al 7 de octubre del 2000. La efeméride me trae el recuerdo, en primer lugar, del entrañable grupo de cervantistas manchegos que asistieron al encuentro y con el cual, entre ponencia y ponencia, pude un día surcar las mismas aguas del golfo de Corinto en las que tuvo lugar la histórica batalla.
A ninguno de los que formamos la manchega ‘embajada’ nos será fácil olvidar el magnífico Congreso, celebrado en un monasterio ortodoxo que desde lo alto de un promontorio señorea todo el mar, ni el pintoresco acto oficial de homenaje a Cervantes que se desarrolló en el viejo puerto. ¡Qué hermosa fue la conjunción en aquel escenario de opereta de un centenar de cervantistas llegados de diversas partes del mundo, y de ese otro centenar de marinos de la dotación de sendas corbetas que las Armadas de España y Grecia habían destacado al lugar!
Como me sucede a mi, dudo que ninguno de los congresistas que viajaron desde la Mancha pueda algún día olvidar tan gratísima experiencia. Me refiero a Francisco Javier Campos Fernández de Sevilla, Pilar Serrano de Menchén, Lorenzo Menchén Madrigal, Justiniano Rodríguez, y su esposa Joaquina; Joaquín Muñoz e Isabel Fernández, y las jóvenes quijotesas Pilar Menchén Serrano y Ana Belén Gabaldón; sin olvidarme del capellán Valverde, de la corbeta española, que resultó ser oriundo ¡de la molinera Mota del Cuervo!
Allá quedó, plantada con todos los honores – el de las Letras y el de las Armas – para la posteridad, una bella escultura de bronce de don Miguel de Cervantes, en actitud de alzar su pluma a los cielos, inspirada obra del artista Javier Mir.
Y, por no faltar, tampoco faltó en nuestro grupo un original congresista que quiso homenajear a don Miguel desde su doble devoción de cervantista y soldado, vistiendo para la ocasión el uniforme de oficial de la Marina de Guerra Española que vistiera en su juventud, cuarenta años atrás. Le cupo el honor, a pesar de peinar canas – y de forzarse algo el reglamento – de obtener el permiso del comandante de la ‘Vencedora’ para sumarse a la formación como un joven marino más.
Si usted, amigo lector, viaja algún día a Lepanto, no olvide dejar una rosa al pie de ese monumento que un día plantara en su puerto un grupo de entusiastas manchegos. Y si lleva usted dos rosas, arroje la segunda al mar en recuerdo de ese español sin par que fue heroico en el combate, mucho antes de alcanzar la cima de la gloria en las Letras. Un servidor, por su parte, ruega al Cristo de Lepanto, reliquia de aquella batalla (a cuyos pies fue cristianado allá por 1935), que haga que Catalunya siga sintiéndose española; y que, junto a la Virgen del Pilar, derrame mañana sus bendiciones sobre nuestras Fuerzas Armadas.

© 2010 José Romagosa Gironella
“Puntos sobre la íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día  11  de octubre de 2010

Mea maxima culpa

27/04/2010

La asociación cultural «Ciudad Real Quijote 2000», de la que este columnista forma parte, celebró el pasado Día del Libro su tradicional homenaje ante la ciudadrealeña estatua de Cervantes. También se efectuaron las consabidas lecturas y, como todos los años, se procedió a depositar una corona de laurel a los pies de dicha estatua; y un hermoso ramo de flores en el pedestal de la escultura ecuestre de Don Quijote, en la vecina Plaza del Pilar. El problema surgió cuando un servidor se percató de que las cinco palomas, a las que estaba previsto dar suelta al término del acto, se habían quedado olvidadas, dentro de una preciosa cesta de mimbre, en la cochera de su casa en Peralvillo. ¡Con lo que había costado conseguirlas este año de crisis, sin tener que pagar los sesenta euros que en años anteriores se tuvieron que abonar a un sacristán colombófilo de la capital! ¡Con lo mucho que se había esforzado el peralvillero Santiago Trujillo para escogerlas por la noche en su palomar, entre las más blancas, y donarlas generosamente para el cervantino acto de marras!   

Hubo que informar a los medios de comunicación allí presentes de lo ocurrido, para su puntual conocimiento de que la suelta de palomas tendría que realizarse este año «en espíritu», como así, efectivamente, se hizo.  Ello ha permitido que un diario reseñara que las palomas «ni mucho menos llegaron con puntualidad suiza…»; otro, que «cinco palomas, una por provincia de la región, fueron soltadas en la Plaza de Cervantes»; y que un tercero silenciara totalmente la «suelta». Bien mirado, todos ellos trataron correctamente la información o, cuando menos, veraz o caritativamente, porque lo espiritual – incluso en los tiempos que corren y por mucho que algunos se empeñen en negarlo – es tan tangible como lo material.

Y un servidor se lo agradece, aunque su reconocimiento no implica que se crea absuelto del monumental descuido cometido. Por ello, el culpable del desaguisado se complace en informar de que aquella suelta de palomas, que alguien pudo considerar frustrada, se produjo «de nuevo» por la noche de aquel mismo Día del Libro en un palomar improvisado a orillas del Bañuelos, al objeto de que esas aves procreen y puedan asegurar el suministro (gratuito, naturalmente, porque esta crisis no es de un día) de los cinco ejemplares anuales que nos seguirán faltando para homenajes sucesivos.

Un servidor entona su más sincero mea culpa por su olvido de unas palomas, y hace votos para que no toque a otros entonarlo por la posible desaparición de una Asociación Cultural de la que esta «Tierra de Don Quijote» y sus instituciones parecen haberse olvidado.

© 2010 José Romagosa Gironella
“Puntos sobre la íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día  26 de abril de 2010

El IV Centenario de las «Novelas Ejemplares» y de una obra póstuma

16/03/2010

Dado que el IV Centenario de la primera edición del «Quijote» ha sido prolongado hasta 2015, para incluir así en la celebración su «Segunda Parte» impresa en 1615, este columnista opina que también deberíamos celebrar  la primera edición de las «Novelas Ejemplares» que tuvo lugar en 1613. Es cierto que no hay otra obra cervantina del calado del «Quijote», pero esas doce novelas (trece, con «La tía fingida») también merecen recordarse por haber marcado un hito en la Historia de la Literatura Española. En una época en la que los libreros se afanaban en publicar traducciones de novelas ejemplares italianas, Cervantes tuvo el acierto de escribir sus propias narraciones en ese género, y de reinventarlo. Una vez más, don Miguel innovaba, convirtiéndose, sin pretenderlo, en el creador de la novela corta española.
La verdad es que sería atinado conmemorar en estos años no sólo las dos partes del «Quijote» y esas geniales «Novelas Ejemplares» que hoy traigo a colación, sino también las sabrosísimas comedias y entremeses, porque todas esas obras fueron editadas en la década prodigiosa –  de 1605 a 1615 – en la que Cervantes, despertando de su letargo literario, logra ofrecer al mundo las más admirables muestras de su genio. Y aún habría que añadir «Los trabajos de Persiles y Segismunda», magna obra escrita por Cervantes, «puesto ya un pie en el estribo» para emprender su último viaje, que viera la luz, póstumamente, en 1616.
Limitarnos a conmemorar el «Quijote», cuando también cumplen cuatro siglos esas otras obras igualmente universales, sería una exclusión injusta. Sin la febril actividad creadora de Cervantes durante el periodo comprendido entre la publicación de una y otra parte del «Quijote» (1605-1615), su apasionante Segunda Parte – que acaso no habría visto la luz sin la provocativa aparición en 1614 de la apócrifa de Avellaneda -no habría contenido, a buen seguro, la sustancia que en el mundo entero se celebra. 
Bien habría podido suceder que Cervantes, el autor que quiso incluir sus narraciones cortas «El Curioso Impertinente», «La Historia del Cautivo», la de la «Dueña Dolorida», las de «Cardenio», «Dorotea», «El loco de Sevilla» y varias más, en su obra cumbre, hubiera querido incluir algunas de las que en 1613 publicó de golpe bajo el título genérico de «Novelas Ejemplares». Sabemos que no lo hizo, pero, ¿por qué excluirlas de una celebración histórica de la importancia de un IV Centenario? Cualquier personaje e historia de los que Cervantes crea para sus «Novelas Ejemplares» habría podido encajar perfectamente en el «Quijote», en el contexto de una narración independiente y bien traída. No en vano se ha apuntado que el «Quijote», amén de la gran novela pionera de la literatura moderna, es también un compendio de breves y ejemplarizantes narraciones, algunas autobiográficas. Y, de otro lado, no es menor el peso específico de los protagonistas de «La Gitanilla», «El Coloquio de los Perros» o «Rinconete y Cortadillo», que el de los numerosos personajes que Cervantes inventa para esas historias que amenizan  el «Quijote» y nos ayudan a respirar.
Tal vez nuestra Junta de Comunidades, o el Ayuntamiento capitalino podrían tomar en consideración la posibilidad de conmemorar – sin distraer la atención de la Segunda Parte del «Quijote» en 2015 – los aniversarios intermedios de esos históricos acontecimientos literarios ocurridos en 1613 y 1616.

© 2010 José Romagosa Gironella
“Puntos sobre las íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día  15 de marzo de 2010

El Quijote en la Medicina y como medicina

10/03/2010

Discurso inaugural del I Congreso de Estomatología

celebrado en Ciudad Real

«Es un honor para mi esta oportunidad que me ha brindado mi admirado amigo, el Dr. Eduardo Rodríguez, de dirigirme a Ustedes, distinguidos médicos, en estas vísperas del IV Centenario de la primera edición del «Quijote», y señalar algunas de las connotaciones que esta obra universal, que es mucho más que el mejor texto literario jamás escrito, tiene, en mi modesta opinión, con la Medicina. 

No he de ocultarles, ya que soy un ignorante en la difícil y delicada profesión que ustedes ejercen, que me siento muy cohibido, porque me parece una imprudencia esta incursión mía para hablar ante ilustres doctores en Medicina, cuando yo no lo soy. Hace dos mil años, un adolescente de Nazaret entró en un templo para hablar ante los doctores de la Ley, y salió, según cuentan las crónicas, más que airoso de aquel trance. Pero no hay que olvidar que Él era …quien era. Así que Ustedes, doctores de la Ley Médica, sean clementes conmigo en méritos a la incuestionable realidad de que una cosa es hablar como Dios, es decir, como lo que aquel Joven era, y otra hablar como este pobre mortal va a intentar hacerlo, es decir, «como Dios le da a entender».

 En el «Quijote», estimados amigos, que es obra en la que se trata de todo y no hay faceta del humano proceder que no halle su asiento en ella, no se habla mucho de Medicina, o al menos de la Medicina como hoy la entendemos. Tal ves sea el humilde «Bálsamo de Fierabrás», el remedio que con más frecuencia se cita en la gran Novela. Vino, romero, aceite y sal, todo ello bien removido, era la receta preferida de Don Quijote para alivio no sólo de problemas intestinales, sino también como pócima de uso externo para sanar un sinfín de feridas y quebrantamiento de huesos. Su escudero Sancho Panza, no obstante, y por más que lo intentó, jamás llegaría a compartir la entusiasta opinión de su señor sobre aquel bálsamo prodigioso.

 En el capítulo VI de la Primera Parte, el Cura menciona el ruibarbo, cuya raíz ya se usaba en la época de Cervantes como purgante. Lo menciona en relación con el libro de caballerías «Don Belianis», uno de los predilectos de Don Alonso Quijano, El Bueno, respecto al cual observa, metafóricamente, que tiene necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya.

 En el siguiente capítulo XI, Don Quijote vuelve a lamentarse a su escudero del dolor que siente en la oreja tras el sablazo que le ha propinado el gallardo vizcaíno. Viendo uno de los cabreros, con quienes a la sazón estaban, la sangrante herida, «le dixo» – cito textualmente – «que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase: y tomando algunas hojas de romero, del mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y aplicándolas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina, y así fue la verdad». El remedio del cabrero se me antoja precursor de aquellos «cataplasmas Llenas» que los menos jóvenes de ustedes recordarán porque se usaban cuando yo era niño.

 En el XVIII, por una sola vez echa de menos Don Quijote un cuartal de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques de las alforjas de Sancho. Por una vez siente hambre el frugal caballero. Y su escudero, socarrón, le remite a las «yerbas de los prados, «que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan mal aventurados caballeros andantes como vuestra merced es». Hace el amo mención, acto seguido, a «quantas yerbas describe Discórides en su libro, así como al tratado del anatomista Doctor Laguna», médico y herbolario de Felipe II, concluyendo «que Dios que es proveedor de todas las cosas no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos…», Cervantes muestra aquí su conocimiento de esa inagotable fuente de medicamentos, antiguos y modernos, que es el reino vegetal. También de las cuitas del odontólogo sabía Don Quijote, como muestra al decir, tras el apedreamiento de que fuera objeto por parte de los pastores, «que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante».

«He menester tu ayuda y favor», – ruega a su escudero – «llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca». «Metió Sancho los dedos» – seguimos leyendo – «y estándole atentando, le dixo: ¿cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte?» – «Cuatro», respondió Don Quijote» -. «Mire vuestra merced lo que dice, señor», respondió Sancho». «Digo cuatro, si no eran cinco…»- masculló el caballero. «Pues en esta parte de abaixo» – dijo Sancho «no tiene vuestra merced más de dos muelas y media, y en la de arriba, ni media, ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano».

El barbero, en la Mancha y en todos los pueblos de España, era en tiempos el sangrador local, alguien a quien decían «el cirujano» y que afeitaba barbas, aplicaba las sanguijuelas a cuanto enfermo las podía precisar, y extraía muelas podridas con tenazas, cuando era menester. Ese oficio profesaban el vecino de Don Quijote llamado Maese Nicolás, tertuliano habitual del Cura y de nuestro hidalgo, y también aquel barbero infortunado a quien nuestro héroe arrebató un célebre «yelmo de Mambrino» que no era más que una pintipirada bacía de azófar.

Manifiesta Cervantes en el «Quijote», así mismo, un gran conocimiento de las ciencias de la mente. El proceso entero de la locura padecida por don Alonso Quijano ha dado y seguirá dando pábulo inagotable a  psiquiatras, neurólogos y psicólogos. Magistral es la dirección de ese proceso, como lo es la de ese mal de amores que lleva a Grisóstomo al suicidio, a Cardenio a la demencia y al propio protagonista de la Novela a la creación de un ser utópico, jamás superado, en la universal figura de Dulcinea.

Plantea Cervantes situaciones harto prolijas, desde el punto de vista médico, como la de «la medicina recetada por famoso Médico al enfermo que recibir no la quiere». Con mayúscula escribe Cervantes, hijo por cierto de un cirujano, la palabra «Médico», en este pasaje del capítulo XXVII, mostrando así su profundo respeto por vuestra profesión. «¿Dónde estás, Señora mía, que no te duele mi mal…?» – exclama Don Quijote, tras su desafortunada primera salida. «Yo no quiero salud sin Luscinda…»- confiesa el desventurado Cardenio. En la carta que Don Quijote escribe a Dulcinea, le dice que «le envía la salud que él no tiene». Y al final de la historia, vemos a Sancho suplicando, junto el lecho de muerte de su señor: » ¡Ay! (…) no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dexarse morir sin más, ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben, que las de la melancolía…»  Y puntualiza el Autor que «fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan».

En cuanto a los médicos de medicina interna, Cervantes usa de unos de ellos, el doctor don Pedro Recio de Agüero, aquél que se decía natural de un lugar llamado Tirteafuera -«que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo a la derecha mano» – para tejer el divertido episodio de la cena de Sancho en su palacio de Barataria, uno de los más sabrosos de la inmortal novela.

Excesivo amante de lo que hoy llamamos «dietas adelgazantes», aquel doctor por Salamanca arruinó el yantar del bueno de Sancho, si bien dio pretexto a Cervantes para traer a colación su profundo sentido del humor. «Yo, señor,» – explica al Gobernador – «soy médico, y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los Gobernadores della, estudiando de noche y de día, y tanteando la complexión del Gobernador para acertar a curarle, cuando cayere enfermo, y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dexarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño, y ser nocivo al estómago, y así mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato de otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiado caliente, y tener muchas especias, que acrecientan la sed, y el que mucho bebe, mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida». Y contestó Sancho: «Desa manera aquel plato de perdices que están allí asadas, y a mi parecer bien sazonadas, no me harán ningún daño». A lo que el médico respondió: «esas no comerá el señor Gobernador en tanto que yo tuviere vida (…) porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo dice: omnis saturatio mala, perdix autem pessima». «Aquel platonazo que está más adelante vahando, -dijo Sancho – me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en tales ollas podridas hay, no podré dexar de topar con alguna que me sea de gusto, y de provecho». «Absit, dijo el médico, vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida (…) y dexemos libres las mesas de los Gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura (…) y porque siempre son más estimadas las medicinas simples, que las compuestas. (…) Mas lo que yo se que ha de comer el Gobernador, ahora, para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de canutillos de suplicaciones, y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le asienten el estómago, y le ayuden a la digestión». «Quíteseme luego de delante» – tronó Sancho, incapaz de aguantar tanto rigor – «si no, voto al sol, que tome un garrote y que a garrotazos, comenzando por vos, no me ha de quedar médico en toda la Ínsula, alomenos de aquellos que yo entiendo que son ignorantes, que a los médicos sabios, prudentes y discretos, los pondré sobre mi cabeza, y los honraré como a personas divinas (…) y…¡ denme de comer, o si no tómense su Gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño, no vale dos habas!

 Broma a parte, Cervantes aprovecha la ocasión para afirmar su alta consideración por la profesión médica; opinión que no duda en reiterar en sus Novelas Ejemplares y en multitud de sus otras obras siempre que se presenta la ocasión.

En cualquier caso, amigos, tengo para mi que el «Quijote», antes que tratar de médicos y medicinas, es una medicina en sí mismo. Y me atrevo a decir más: que una sociedad compuesta en buena parte por lectores de esta obra, sería sin duda una sociedad mejor; una sociedad más sana y más justa.. El «Quijote» es, al igual que los entrañables galenos de antaño, un médico «de cabecera»; que está siempre a nuestro alcance y presto a ayudarnos. Su medicina actúa, como ocurre con la buena música, en nuestro espíritu. Y, por tanto, en nuestra salud física y mental. Giosué Carducci, una de las grandes plumas de la Literatura Universal, recomendaba a sus lectores que no leyeran ninguno de sus libros antes de leer el «Quijote». Flaubert, Dostowyeski y milllares de intelectuales de todo el mundo se han volcado en encendidos elogios hacia esta obra española,  la mejor pieza literaria jamás escrita. Y un prestigioso actor de nuestro tiempo, Peter O´Toole, acertó plenamente al declarar que el «Quijote» es el mejor regalo que España ha hecho al mundo, que es como decir «la mejor medicina». Una medicina carente de contraindicaciones que, no obstante, conviene administrar a pequeños sorbos, sobre todo al principio del «tratamiento».

 Tob de Carrión escribió una vez en uno de sus poemas: «Aquí la rosa, vive mientras muere». También Cervantes, enfermo de diabetes (aún tendrían que pasar tres siglos para que la medicina diagnosticara esta enfermedad),… también Cervantes, digo, el mejor de los escritores, «escribe mientras muere», porque cuando concluye la segunda parte del «Quijote», la publicada en 1616, Cervantes es ya un enfermo terminal. El propio hecho de haber sido invitado a pronunciar estas palabras inaugurales de vuestro Congreso, en atención a mi pertenencia a la Asociación Cultural «Ciudad Real Quijote 2000», constituye, directamente, un tributo de pleitesía a ese monstruo de nuestras letras – don Miguel de Cervantes – y a esa magna obra suya cuya segunda parte completó, sorprendentemente, en su madurez, y bajo los achaques de una grave enfermedad. Apasionante tema, sin duda, para su investigación desde el punto de vista geriátrico.

 Mi ilustre paisano y nunca bastante recordado Dr. Puigvert, quien hace treinta años me curó del «mal de piedra», era, amén de lector devoto del «Quijote», un quijote en sí mismo. Sus pacientes no lo sabían, pero eran ellos quienes fijaban los honorarios del eminente cirujano. La tarifa, en tres niveles distintos, se aplicaba en función de la categoría y precio de la habitación de la clínica que el paciente elegía en la secretaría de la clínica. Y a muchos enfermos que no podían pagar una habitación, ésta se les ofrecía gratis, al igual que la delicada operación que realizaba en multitud de casos el propio maestro. A pesar de que fingía cierta brusquedad, Puigvert era el arquetipo del médico humano y comprensivo. En su conferencia de ingreso en la Sociedad Española de Médicos Escritores, insistió precisamente en esto: «Creo que estamos» – dijo – «en un momento en el que el médico debe aprovechar cuanto la técnica y la ordenación burocrática aportan a nuestra labor, y sumar estos elementos al saber hipocrático, pero teniendo en cuenta que la calidad humanística y servicial de la medicina no se transforme en una fría servidumbre tecnocrática olvidando que el «hacer médico» no es una simple función sino que comporta  el más elevado culto del hombre médico al hombre doliente».

 Profesáis el oficio más hermoso, porque lucháis por la vida. Al combatir la enfermedad, tratáis de deshacer, como hiciera Don Quijote, entuertos y sinrazones que a menudo el ser humano no acierta a comprender. Y hay momentos, lo sabéis bien, en los que la Medicina, ciencia avanzada pero siempre en pos de nuevas metas, poco puede hacer. Como en la muerte de Don Quijote. Y para esos trances, el mencionado urólogo catalán daba este consejo: «Cuando la dolencia abre al hombre el último capítulo de su vivir, en el cual finaliza la misión del médico, éste, para respetar tan sagrado momento, debe recordar una frase del poeta Rainer María Rilke en que dice: » ¡Oh, Señor, da a cada uno su muerte propia , una muerte que derive de su vida, en la cual hubo amor, comprensión y desinterés..!» «De ahí – concluía el doctor – cuán necesaria es la búsqueda de la verdad en nuestro incierto saber, supliendo tal incertidumbre con la mayor ternura en nuestro cotidiano hacer.

Les deseo un feliz y provechoso Congreso. Su éxito será también un éxito para toda la sociedad. Parafraseando a Cervantes, y en concreto el último párrafo del prólogo a la Primera Parte del «Quijote», me despido de ustedes diciéndoles: «Dios les de salud y a mí no olvide».

 

Las lenguas del Quijote -IV- «Cervantes, joven promesa …»

06/02/2010
La primera imagen de Cervantes, en una traducción de sus Novelas Ejemplares (1705)

La primera imagen de Cervantes, en una traducción de sus Novelas Ejemplares (Amsterdam, 1705)

Miguel de Cervantes Saavedra nació en Alcalá de Henares en 1547, según su propia manifestación en documento autógrafo que ha llegado hasta nuestros días. Si bien se desconoce el día exacto en que vino al mundo, en el primer libro de nacimientos de Santa María, parroquia mayor de aquella ciudad, bajo la fecha del 9 de octubre de 1547, consta que «fue baptizado Miguel, hijo de Rodrigo Cervantes e su mujer doña Leonor».
Es creencia generalizada, no obstante, que Cervantes debió de nacer diez días antes, el día de San Miguel, es decir, el 29 de septiembre, dada la costumbre de la época de imponer a los nacidos el nombre propio correspondiente al santo del día de su nacimiento.
Los Cervantes, otrora orgullosos e influyentes, se hallaban a la sazón muy venidos a menos. El cabeza de familia, modesto cirujano, amén de sordo, viajaba de un lugar a otro de España en busca de trabajo; siendo ésta la causa de los continuos cambios de residencia de la familia durante la infancia de Miguel. Fue educado desde niño por los jesuitas de Sevilla y, más tarde, en la escuela literaria que dirigía en Madrid el humanista Juan López de Hoyos, a pesar de que aquel aplicado estudiante de Letras se sentía interiormente destinado a seguir la carrera de las armas. Blas Nasarre, el primero que nos da noticias sobre la asistencia del joven Miguel a la escuela de López de Hoyos, escribió que Cervantes, desde su temprana juventud, habíase aplicado a la lectura de cuantos libros caían en sus manos (…) y que compuso varios versos entre los que destaca por su calidad una Elegía a la Reina de España, Doña Isabel de Valois, compuesta con ocasión de su enfermedad y muerte». Las referencias que Cervantes haría más tarde en sus escritos a la vida universitaria – por ejemplo, en La Tía Fingida – han dado pie a pensar que Cervantes estudió durante algún tiempo en la universidad de Salamanca, tal vez en los años siguientes a su periodo escolar en Sevilla (1566-68).
En la biografía de la Hispanic Society of America, (1932), leemos lo siguiente: «Aceptemos o no la supuesta escolarización de Cervantes en Madrid y Sevilla, y su residencia en la gran universidad, uno puede estar seguro, al menos, de que en su juventud fue ávido lector; en segundo lugar, que fue amante de la comedia y capaz de recordar diálogos enteros de multitud de obras escénicas; y, por último, que Cervantes ya componía hermosos versos a la edad de veintiún años». Curiosamente, la biografía añade que «hay razones para creer que destacó en varios deportes (…) que su carácter era cortés y  encantador (…) si bien no emanaba aún signo alguno del genio por el que hoy el mundo entero le venera». Trataremos en próximas columnas de su azarosa vida de soldado y de cautivo, y de su sorprendente actividad literaria en llegando a la edad madura. Acompaña hoy estas líneas un retrato de Cervantes adulto (grabado holandés del setecientos), ya que no ha llegado a nuestro tiempo retrato alguno de sus años de juventud.
Algo sucedió, no obstante, que motivó la inesperada marcha de Miguel a Roma. Se da hoy por cierto que pudo tratarse de una huida para eludir determinada condena, ya que hay constancia (carta conservada en el Archivo General de Simancas) de que Miguel se había visto envuelto en una riña, o duelo, con un tal Antonio de Segura, a quien había herido con su espada. Cualquiera que fuera la causa de su viaje, Miguel consiguió hacerse con un certificado de limpieza de sangre, acreditativo de su larga estirpe cristiana, lo que en 1569 le permitiría zarpar para Italia y entrar al servicio del cardenal Acquaviva. Ignoramos lo que sucedió a Cervantes durante los dos años siguientes; pero lo encontramos de nuevo el 7 de octubre de 1571, a bordo de la galera Marquesa, combatiendo heroicamente contra la armada turca en la decisiva batalla de Lepanto. Su vocación castrense veíase finalmente realizada en detrimento, siquiera por unos años, de su prometedora carrera literaria. Su brillante participación en aquella batalla, de la que salió con dos heridas en el pecho y la mano izquierda lisiada, le valió merecida fama de valiente y el célebre sobrenombre de «el manco de Lepanto».
Tras intervenir en 1572 en la expedición naval a Navarino, toma parte, en 1573, en las acciones que culminaron en la conquista de Túnez y Bizerta. En 1975 embarca en la galera Sol, acompañado de su hermano Rodrigo, rumbo a España, donde confiaba conseguir un importante ascenso militar. No podía esperar menos de las cartas de recomendación que portaba. Pero tampoco podía prever que la nave en la que regresaba a la patria sería de improviso atacada por tres navíos turcos, y que él y su hermano serían apresados y conducidos a Argel donde consumirían cinco y dos años, respectivamente, de durísimo cautiverio. La entereza de Miguel y su talante altruista y generoso para con los demás cautivos, se hicieron patentes durante aquellos años de prueba. Rescatado Miguel tres años después que su hermano, tras interminables esfuerzos de su familia y de los frailes Trinitarios, pudo embarcar hacia España en octubre de 1580, recién cumplidos los treinta y tres años.
Tan intensa y novelesca fue la vida del futuro autor del Quijote en aquellos años, que no puede causarnos la menor sorpresa esta reflexión del novelista inglés Walter Starkie:
«el Quijote es una de esas raras novelas en las que el héroe y el autor están tan estrechamente relacionados entre sí que no es posible estudiarlos por separado». Y tampoco esta otra: «De igual forma que Don Quijote fue el reflejo de Cervantes el hombre, sólo en la biografía de este último podemos encontrar la verdadera interpretación del Caballero de la Triste Figura».

© 2004  José Romagosa Gironella
“Las lenguas del Quijote”
Publicado en “Lanza, Diario de La Mancha” el día 29 de febrero de 2004

ARGAMASILLA DE ALBA Y EL CABALLERO DEL VIOLÍN

05/02/2010

Ha caído en mis manos un ejemplar de la obra Don Gipsy (Don Gitano), que allá por 1935 compuso Walter Starkie para dar continuación a sus exitosas Aventuras de un Irlandés en España. O sea que mientras mi madre apretaba en una apartada ciudad del otro extremo de España para darme a luz, el célebre hispanista recorría, bloc en mano e inseparable violín a cuestas, esa Andalucía gitana de Carmen y cante jondo que anhelaba retratar.

¡Y vaya si la retrató!. Con la máxima precisión y detalle, como sólo de un gran observador de su talla se habría podido esperar. Hay una parte en el libro, titulada Viernes Santo en Sevilla, de auténtica antología. Leerla hoy es como si el tiempo no hubiera pasado, salvo por aquellas saetas cantoras que en esa Semana Santa del año en que yo nací , y ante el célebre paso del Cristo del Gran Poder, improvisaba en las calles sevillanas la Niña de los Peines. El lector, concentrado en la narración, viene arrastrado por el ritmo ensordecedor de las palmas de acompañamiento y la embriagadora fragancia del azahar, el incienso y la cera quemada. “La cabeza me daba vueltas”- anotaría el irlandés en su diario. – “Estaba ebrio de ritmos y excitación. Mis piernas rehusaban llevarme más lejos y me tumbé a un lado de la carretera…Poco a poco el aire fresco de la mañana me reanimó…”. Y termina el ajetreado capítulo con estas palabras: “Llegué a mi cenit en esta Semana Santa por las calles de Sevilla. Necesitaba huir a algún solitario paraje, donde meditar algún tiempo y recobrar mi equilibrio mental, después de Andalucía… Por este motivo partí para Sierra Morena…”

Es aquí, ya en las páginas finales del diario, donde encontramos a nuestro irlandés errante vivaqueando, como antes hiciera  Don Quijote, en las profundidades de Sierra Morena, muy cerca de Venta de Cárdenas. “Debió de ser en esta pradera» – maquinaba el escritor, gran conocedor y amante de la fábula cervantina- «donde Don Quijote cumplió su penitencia amorosa”. “Y cerca de aquí debió de andar el andrajoso Cardenio, triscando de roca en roca, en su vano intento por huir de una mala conciencia que no le daba tregua…”. Con Don Quijote en la mente,  Starkie se pregunta si no podría reclamar para sí el sobrenombre de “Caballero del Violín”, tras haber recorrido gran parte de España con su instrumento musical a cuestas. “Al poco tiempo…”- seguimos leyendo en la obra- “llegaba a Argamasilla de Alba, la patria de Don Quijote, tan orgulloso de mis proezas como el propio Amadís de Gaula”.

No le cabe duda al hispanista –ni siquiera se lo cuestiona- de que Argamasilla de Alba es el lugar de la Mancha del que Cervantes no quiso acordarse. Y divierte seguir aprendiendo, al tiempo que leemos, que “en Argamasilla hay un exceso de filósofos” que Starkie divide en dos clases: los ascéticos y los epicúreos; es decir, altos y delgados quijotes y sanchopanzas barrigones. Nos habla, así mismo, de esos lienzos con escenas de Don Quijote que admiró en el casino local hace ya sesenta y cinco años, y que aún pueden contemplarse hoy, algo más deteriorados; y de un tal don Jaime (“que no era de Argamasilla, sino de un pueblo vecino e industrioso llamado Tomelloso”), que le sirvió de cicerone durante su estancia. Recuerda, igualmente, que llegó a tocar su violín ante los tertulianos del casino, y a consumir largos ratos de charla sobre Don Quijote con aquel culto y ascético «don Jaime» que tanto le había recordado al Ingenioso Hidalgo.

También nos habla de una venta de Villarta de San Juan en la que paró y donde obtuvo permiso para tocar de nuevo su violín (imagino que para pagar la posada). “Pagué al pregonero para que tocase su campana anunciando mi concierto” –confiesa. Y narra, a continuación, la curiosa cena con unos arrieros manchegos, en la que las navajas –llamadas en la época “fe de bautismo”- hacían las veces de tenedor y cuchillo a la hora de llevarse a la boca los trozos de cordero del caldero. El cuento nos traslada, inevitablemente, a la escenografía zarzuelística de “El Cantar del Arriero”, y creemos estar oyendo la bronca voz del susodicho cuando ordena el vino al mesonero (“…del más negro que tenga, del menos fino”).  “Los hombres iban sacando sus navajas” –recuerda el irlandés- “abriéndolas con un ruido de muelles”. Rememora más tarde su paso por Herencia, donde una turba de chiquillos, pegada a sus talones, se dedicó a hacer burla de su aspecto estrafalario, obligándole a “acogerse a sagrado” en la iglesia del pueblo. El lector tiene la sensación de que Herencia  fue para Walter Starkie su particular lugar de la Mancha del que jamás querría acordarse.

Y de Herencia pasó a Alcázar, donde deseaba saludar al gallego don Juan González Paramós, renombrado director de la banda del pueblo. Llegado a su domicilio, preguntó por él, alargando una tarjeta personal a la sirvienta que salió a abrirle. Al rato regresaba ésta para devolverle la tarjeta y entregarle una peseta, diciéndole: “esto es lo que el señor puede darle”. “¡Pero, señora, yo no soy un mendigo! Tengo mucho dinero…”- protestó arrogante, “como si fuera propietario de los tesoros de Creso”. Aclarada la confusión, y afirmada con el dueño de la casa esa celta afinidad de gallegos e irlandeses, hubo de escuchar la consabida historia de que “Cervantes nació aquí, en Alcázar de San Juan”. En cuanto a Don Quijote, reconoció el gallego, como está mandado, su patria argamasillera, mientras situaba la de Sancho en Campo de Criptana.

Sigue Starkie su periplo por la famosa población en cuyo cerro divisara Don Quijote treinta o cuarenta molinos de viento, lamentándose el escritor de que “hoy, al pasar por la ventosa carretera, veo sobre la cresta de la montaña las giratorias aspas de siete u ocho molinos de viento…”. Así que, constatamos, en 1935 ya sólo había siete u ocho molinos en el Cerro de la Paz, aunque todavía se realizaba en algunos de ellos su tradicional función: “…trepé vacilante por la torcida escalera y llegué a la plataforma en que se hallaba el molinero”. Refiere Starkie, acto seguido, que  “estaba todo blanco de harina …; una enorme rueda crujía con estrépito y todo el molino trepidaba como un velero agitado por la tempestad”. Y aquí, en Criptana, un pastor explica al irlandés su particular versión sobre ese célebre plato, los “duelos y quebrantos”, que le ofrecen en la posada para cenar. “Los pastores” –le dice- “desempeñan un puesto de confianza cerca de sus amos y son responsables de cada oveja que está a su cuidado. Si muere una por accidente, el pastor la desuella y cura la carne con sal y ajo. Luego, el sábado, día de entregar la cuenta, va a ver a su amo y le enseña la piel como prueba de que el cordero ha muerto. Entonces él se lleva la carne para cocerla en su casa. La pérdida del cordero es una pena (duelo) y un ,,quebranto,, para el amo. He aquí la explicación”. También le sorprende a Starkie, unos días más tarde, que el combustible del fuego en el que se cuecen unos galianos sea estiércol seco. Y uno cae en la cuenta de que esta práctica, ya desaparecida, bien pudo ser una herencia de aquellas tribus invasoras, procedentes del Sahara, que siglos atrás habitaron estas tierras. Piensa el lector que Starkie debiera habérselo preguntado a algún viejo pastor, pues era éste, en el medio rural, quien solía saberlo todo; como en la actualidad sucede, en cualquier ciudad, con el taxista avezado.

En El Toboso conoce nuestro viajero a don Jaime Pantoja, el alcalde del pueblo que desde 1922 ha venido proclamando al mundo entero la importancia de El Toboso como patria de la “hermosa doncella imaginaria a quien Don Quijote juró eterna fidelidad”. “En su antigua y hermosa mansión”- sigue informándonos el hispanista- “construida en 1520, ha formado una biblioteca dedicada a la literatura de Cervantes. Escribe a todos los gobiernos del mundo para obtener de ellos traducciones del Quijote en varios idiomas, con dedicatorias a la ciudad de Dulcinea, firmadas por los primeros ministros…”.  Al leer estos pasajes, el ávido lector se pregunta si se habrá seguido honrando en El Toboso la memoria de ese alcalde irrepetible. Puede ser tan ingrata a veces nuestra España…

Es admirable constatar, en todo caso, cómo supo captar la Mancha Walter Starkie. La lectura de su libro nos permite imaginárnoslo, como él mismo nos describe, reposando por la noche bajo un árbol mientras tañe el violín para poblar su soledad, o “alimentándose de pan, jamón crudo (como un trozo de correa del cual cortaba finas lonchas), queso manchego (conservado en aceite) y rojo vino de la Mancha cuyo gusto se parece al borgoña».  Retrató estas tierras a la perfección al afirmar que “la atmósfera de la Mancha es tan diáfana que tuve la sensación de caminar con botas de siete leguas por estepas ilimitadas…”. O cuando consigna en su diario, recordando el paisaje recorrido, que “era una tierra encantada y silenciosa”; o nos explica la leyenda de la aparición de la Virgen en el castillo de Peñarroya; o su interesante visita a la cueva de Montesinos (“los manchegos de Ruidera dicen que la caverna tiene varios kilómetros y termina en el castillo feudal de Rochefría…”). Y publicitó, también, madrugador, justo es constatarlo -¡y agradecerlo!-, los productos tradicionales de esta región.

Pero antes de dar por concluido su viaje por la Mancha, siente Walter Starkie la necesidad de regresar a la Argamasilla, para dar su último adiós, «desde la villa del tomillo y del romero más fragantes», a esta tierra mágica que le ha hechizado y que nunca volverá a visitar. El “peregrino en la ruta de Don Quijote” (así se define a sí mismo en la obra comentada), concluye melancólicamente su diario: “Desde un otero contemplé el pueblo de Argamasilla. Era avanzada la tarde y oía remotas voces de muchachos y el chirriar de las carretas volviendo al pueblo…”. Y la última línea, en la página 429 del libro, como en un deseo de dejar constancia geográfica y temporal de su viajera experiencia,  reza, escuetamente: “Argamasilla de Alba, 1935”. Anotación ésta que nos recuerda el célebre colofón – “Hoc scriptserunt”- con el que también unos antiguos Académicos quisieron dejar testimonio para la posteridad del lugar –“la Argamasilla”- en el que “compusieron” sus no menos célebres sonetos.

Concluyo también yo esta reseña, a la que la lectura de tan apasionante obra me ha llevado, lamentando (aunque sea off the record, para no molestar a nadie) que no se mencione a Walter Starkie en el libro “Viajeros por la Historia, Extranjeros en Castilla-La Mancha”, de Ángel y Jesús Villar Garrido, impreso en Toledo en 1997. En la exhaustiva e interesante publicación se relatan los viajes por Castilla-la Mancha de notables viajeros y escritores desde el siglo XIII hasta nuestros días (Abu-abd-Alla, Abulfeda, León de Blatna, Jerónimo Münzer, Andrés Navagero, Jacobo Sobieski, A. Jouvin, Madame D´Aulnoy, cierto embajador marroquí, José Blanco White, Giacomo Casanova, el Barón de Bourgoing, José Townsend, el mayor W. Dalrymple, Richard Ford, George Borrow, Ricardo Quetin, Hans Christian Andersen, Gustave Doré y Ch. Davillier, August Jaccaci, Vasily Namirovich-Danchenko, Maurice Barrés, Rainer M. Rilke, Jan Morris, etc.). Pero en dicho libro se omite cualquier mención a Walter Starkie, el penúltimo extranjero célebre que se prendó de la Mancha, y al cual debemos también, por si los relatos de sus viajes por España no bastaran, una de las mejores traducciones a la lengua inglesa de nuestro Quijote inmortal.

De modo que…, para que este artículo encierre un fin práctico concreto,  pido una calle en la Argamasilla  para ese gran tipo irlandés –Walter Starkie-, “caballero del violín”, que supo ensalzar nuestra tierra. Sería un acto de justicia. Leo en la “Guía Turística y Callejero de Argamasilla de Alba”, del cronista argamasillero José Díaz-Pintado Carretón, que este municipio dedicó una calle al poeta y escritor español Víctor de la Serna, entre otras razones, por haber escrito un libro (“Nuevo Viaje de España”) en el que mencionaba las lagunas de Ruidera, Argamasilla de Alba y la Mancha en general. No es tan peregrina mi petición, por tanto; máxime cuando también constato en la citada “Guía” que otros muchos literatos nacionales (José María Pemán, Rafael Alberti, Azorín,  Antonio Machado, León Felipe, Blas de Otero…) merecieron este tipo de distinción, y aún no se ha producido el hecho de que una calle de la Argamasilla luzca nombre extranjero. ¡Venga, pues, esa ”Calle Walter Starkie”, señor Alcalde, y démosle un toque cosmopolita al callejero!

 © 2004  José Romagosa Gironella

A cien años de Jiménez Aranda

30/01/2010

Unos llevan la fama y otros cardan la lana. Podríamos aplicar este dicho al gran pintor sevillano, José Jiménez Aranda, fallecido en 1903 y eclipsado, como tantos otros ilustradores del «Quijote», por la celebridad de un Gustavo Doré que ha venido ostentando el cetro como ilustrador de la gran novela de Cervantes, desde 1862. En efecto, Doré se llevó la fama y a Jiménez Aranda le tocó cardar la lana, al igual que a muchos otros creadores plásticos de su época: Moreno Carbonero, Nanteuil, Smirke, Madrazo, Espalter, Puiggarí o Pellicer. Pero el caso de Jiménez Aranda es particularmente digno de mención por haber realizado la obra pictórica más extensa – y una de las de más calidad artística – sobre esa fábula universal del Caballero de la Triste Figura.
Prácticamente toda su obra pictórica dedicada al «Quijote» – 689 láminas – vinieron magníficamente reproducidas en la célebre edición llamada «Quijote del Centenario», que desde el punto de vista artístico constituye, según consta en el «Catálogo de la Primera Exposición Bibliográfica Cervantina» (Biblioteca Nacional, Octubre 1947), «el más valioso intento de expresión gráfica del Quijote». La citada edición (José Blass, Madrid, 1905) forma hoy parte del fondo bibliográfico del Museo del Quijote, de Ciudad Real, merced a la donación realizada en 1998 por el autor de estas líneas. La obra de Jiménez Aranda viene complementada en dicha edición con otras láminas de Sorolla, Moreno Carbonero, Alpériz, Bilbao, García Ramos, Sala y Villegas, Luis (hermano de José Jiménez Aranda) y López Cabrera. La edición consta de 4 tomos de texto y 4 de láminas. «La parte tipográfica» – leemos en el citado Catálogo – «sólo elogios merece; admirablemente impresa, en tipos grandes y claros y en magnífico papel verjurado». Se hicieron dos tiradas en distinto papel.
 
Sirvan estas líneas de homenaje a un artista español singular que dedicó buena parte de su vida a ilustrar esa obra máxima de la literatura universal cuya primera publicación en Madrid, en 1605, estamos ya conmemorando. No sería justo que nos olvidásemos de tan importante pintor, compatriota nuestro, precisamente en este año 2003 en que se cumple un siglo de su muerte, o que se nos pasara elevar siquiera una oración por su merecido y eterno descanso.
 

© 2003  José Romagosa Gironella
Publicado en “Lanza, Diario de La Mancha” el día 21 de diciembre de 2003

«Con la iglesia hemos dado, Sancho»

30/01/2010

Son muy pocas, por desgracia, las frases célebres del «Quijote» que traemos a cuento al hablar. Y cuando se nos ocurre hacerlo, solemos citarlas mal. Tal es el caso de una conocida exclamación de Don Quijote a su llegada a El Toboso, en compañía de Sancho (9, II). «Con la iglesia hemos topado, Sancho», acostumbramos a decir, trastocando enteramente una de sus seis palabras, ya que la frase original reza: «Con la iglesia hemos dado, Sancho».

Pero no nos conformamos con alterar la oración, sino que pretendemos encajarla en circunstancias reales de nuestra vida en las que no resulta bien aplicada, por diferir sustancialmente de la situación que Cervantes nos describe y también de la intención con que Don Quijote la pronuncia. Al componer esa frase, sólo pudo haber en la mente de Cervantes el propósito de señalar un obstáculo físico – «un bulto grande y sombra» – que les impedía avanzar. Pronto descubren los viajeros que lo que tienen enfrente no es sino la iglesia principal del pueblo. Y Cervantes escribe «iglesia» con letra inicial minúscula. Si la frase hubiera abrigado una doble intención, como ahora algunos pretenden, en el sentido de que Cervantes quiso aludir a la Iglesia como institución, o al poder representado por ésta, Cervantes habría escrito el nombre «Iglesia» con letra inicial mayúscula, como hace en otros pasajes de la novela en los que se refiere, siempre respetuosamente, a la Santa Iglesia Católica.

«¡Qué importancia dan a esta frase, que no dice más de lo que suena, los intérpretes esoteristas del «Quijote»! – protesta oportunamente Rodríguez Marín. También Martín de Riquer considera que la frase «no tiene segunda intención y sólo quiere significar lo que dice»; y Francisco Rico, finalmente, viene a coincidir con las opiniones de los dos ilustres anotadores del «Quijote» citados más arriba. Sirvan estos juicios, todos ellos coincidentes, para desbaratar una sospecha infundada que está en la mente de algunos. Quid prodest?, ¿a quién aprovecha?, cabría preguntarse.

© 2003  José Romagosa Gironella
“Puntos sobre las íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día 22 de septiembre de 2003