Archivo de febrero 2010

«Uso abusivo», «uso inusitado»…

21/02/2010

 

Hace unos días, un presentador de televisión denunciaba el «uso abusivo» que hacemos de ciertos fármacos. Nada tengo que objetar al respecto desde un punto de vista sanitario; pero en lo tocante a la lengua, sí; porque no es correcto emplear el adjetivo «abusivo» (derivado de «uso», «usar») a continuación de «uso» (acción y efecto de «usar»). Habría sido mejor denunciar simplemente el «abuso» que hacemos de ciertos fármacos. O bien, cambiar la frase por otra nada conflictiva: «el consumo abusivo que hacemos de ciertos fármacos».
Algo parecido sucede si hablamos de un «uso inusitado» de algo, ya que «inusitado», adjetivo indicador de que usamos algo con muy poca frecuencia o inesperadamente, también deriva de «uso». No obstante, este culto «inusitado» que seguimos utilizando los mayores, presentará pocos problemas en el futuro ya que parece haber desertado del léxico de nuestros jóvenes. «Raro», «extraño», o aún mejor «chungo», cuando no «poco corriente», o «poco normal», son sus expresiones habituales para indicar «inusitado», «infrecuente», «inusual», «desusado», «desacostumbrado», o «insólito». Es un hecho demostrable que el número de sinónimos que hoy maneja nuestra juventud «culta», es considerablemente inferior al que utilizaban en su juventud los mayores cultos de hoy. Y, como es lógico, lo mismo ocurre con los antónimos.
Las nuevas tecnologías y sus herramientas conllevan, paradójicamente, una serie de efectos negativos. Los ordenadores imprimen nuestros textos, evitándonos tener que escribirlos a mano, y corrigen, aunque no siempre acertadamente, los errores ortográficos. ¿Para qué, entonces, esforzarnos en dominar la ortografía, o en desarrollar una buena caligrafía?, cabría preguntarse. Las calculadoras, de otro lado, nos evitan el trabajo de realizar engorrosos cálculos, pero nos hacen olvidar la tabla de multiplicar y el proceso para efectuar sencillas operaciones aritméticas a mano. video-juegos, consolas, «chats», «emilios» y teléfonos móviles, con su nuevo léxico de abreviaturas y simplificaciones, contribuyen así mismo a empobrecer nuestra lengua. Se están perdiendo los matices, las cartas y las postales manuscritas, e incluso aquellas sumas a lápiz que solía hacernos el tendero sobre un retazo del papel de estraza en el que había envuelto las sardinas.
Ante la nula importancia que los maestros dan a este problema, quizá fuera útil facilitar gratuitamente a los alumnos un diccionario de sinónimos y antónimos, y animarles a su aplicación, siquiera en los deberes que presentan por escrito, con el aliciente añadido de poder mejorar sus notas.  

© 2004  José Romagosa Gironella
“Puntos sobre las íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día  26 de julio de 2004

Irene Villa

21/02/2010

 

Irene Villa es el nombre de aquella criatura inocente que un malhadado día conocimos, estremecidos, ante la pantalla del televisor.
Aunque ha transcurrido una década, sigue presente en nuestras retinas la impresión lacerante de aquella imagen que nos mostraba, sin paliativos, el rostro descarnado de la violencia brutal e injustificada. Aquella noche, si bien ya habíamos vivido numerosos atentados terroristas con anterioridad, fue como si nos percatáramos por primera vez del verdadero alcance de esta nueva forma de bestialidad que una banda de asesinos se ha propuesto ejercer contra nuestra sociedad.
Fue tal el impacto de aquella imagen en la opinión pública; tan fuerte la conmoción producida por el absurdo atentado contra una niña, que la gente olvidó pronto que otra hermosa y joven mujer, la madre de Irene, también había resultado víctima – y no menos grave – del mismo suceso.
Estas líneas quieren ser un homenaje para las dos. Un reconocimiento al extraordinario coraje de que ambas supieron dar muestra desde el momento mismo del atentado. «¡Qué suerte hemos tenido, mamá!» – exclamaba la pequeña poco después, cuando ya se había constatado que las mutilaciones se «limitaban» a las dos piernas y unos dedos de sus manos, y a un brazo y una pierna de la madre. «¡Qué suerte, mamá, que no nos hayan dañado la columna vertebral!»
A pesar de los traumatismos sufridos, madre e hija se alegraban de seguir con vida y de que los efectos de la barbarie no hubieran sido peores. Su firme propósito de no dejarse abatir y de ponerse a luchar de inmediato  para adaptarse a las nuevas circunstancias, se ha mantenido durante diez años sin un momento de claudicación, y con la mente siempre puesta, con infinita tristeza, en cuantas personas «menos afortunadas» han perdido la vida en atentados terroristas.
Irene es hoy una espléndida mujer que conserva los mismos ojos almendrados de los doce años. Ha terminado los estudios de Ciencias de la Información y está cursando ahora los de Psicología. Su vida cotidiana, como la de su madre, a caballo de unas sillas de ruedas y de esos miembros ortopédicos que ya manejan a la perfección, es – me aseguran – absolutamente normal. Ni Irene ni María Jesús se han dejado romper. Es hermoso comprobar que no ha podido vencerlas la amargura ni la depresión. La eterna sonrisa en los ojos de María Jesús, da sobrado testimonio de ello. Un auténtico ejemplo para cuantas personas se sienten desgraciadas, o se vienen abajo a las primeras de cambio sin causa justificada alguna.
El dibujo que Rafael Alberti regalara a Irene niña, tras el atentado, lleva escrita esta dedicatoria: «…A Irene, que llegará a volar como esta paloma…». Hay una albertiana paloma en el dibujo, y el texto, ondulante, es como la estela que deja la paloma al pasar. No es la paloma de Picasso, sino la de ese gaditano optimista que no ha mucho gritaba: «quiero la Paz, no misiles, para los años dosmiles».
Irene Villa, mujer ya de 22 años, no sólo no está rota, sino que muchas jóvenes de su edad querrían estar enteras como ella. Acaba de regresar de Nicaragua, donde ha ido a prestar ayuda a la ONG «Infancias sin Fronteras». En el poblado de Kocomo, una mísera aldea sin casas, ha amadrinado a un niño de seis años. Le llama «mi niño» y, cuando habla de él a su madre María Jesús, le dice «tu nieto». «Al alejarme de él» – me confiesa – «he dejado un trozo de mi alma en Nicaragua». Y también: «He visto lo superficiales que somos preocupándonos por las cosas materiales, cuando en Nicaragua la gente lucha por sobrevivir». Ésta es la Irene Villa que el día  8 de junio estará con nosotros en Ciudad Real, acompañada de muchos otros miembros de la Asociación de Víctimas del Terrorismo. ¡Terrorismo! ¡En la España democrática y pujante del siglo XXI! ¿Tiene esto algún sentido?
Irene me confía que le gustaría ser madre antes de los 25 años. Su excedente de cariño precisa, como las presas de los grandes embalses, sus aliviaderos, para no reventar. Una mujer, en suma, como la copa un pino. Como su madre. Estuve ayer en su casa en la Urbanización El Bosque. Era domingo y yo quería fotografiar bajo el sol del jardín, para evitar los reflejos del flash en el cristal, ese cuadro que le dedicó Alberti. Fue Irene quien lo descolgó del cuarto y lo puso bajo la palmera. En el salón, Virginia, hermana de Irene, estaba absorta con una vieja película de Spencer Tracy, e Irene dormía en el sofá de enfrente, con la mano abandonada sobre un diminuto Yorkshire acurrucado a su flanco, sobre la manta. Mientras me tomaba el café, pude notar la depresión que se formaba en la superficie de la manta, en el lugar en que le habría cubierto las piernas si un aciago 19 de octubre de 1991 nunca hubiera existido. Y sentí una indescriptible ternura hacia ese ser humano que se considera privilegiada «por ser feliz, por la familia que tengo y por hacer todo lo que me gusta».
Hace aproximadamente un año conocí a Rafael Maturana, el reportero de la Agencia EFE que tomó las imágenes de María Jesús y de Irene, después del atentado. Le pregunté si las había vuelto a ver después de aquel trágico día, y me contestó que no, pero que le habría agradado hacerlo de nos ser por el temor a que tal reencuentro pudiera hacerlas sufrir. Averigüé días después que ambas sentían un gran interés por conocerle, y preparé una reunión que, hasta ahora y por diversas causas, aún no ha llegado a celebrarse. Y ahora hemos convenido que dicho encuentro tendrá lugar en Ciudad Real, cuando unas y otro asistan, como han prometido, al solidario evento «Grito por la Paz».
¿Cual será el mensaje de Irene ese día? El próximo 8 de junio podremos escucharlo cuantos asistamos, contagiados de su sensibilidad, al multitudinario evento.

© 2001  José Romagosa Gironella
“Firma Invitada”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día  1 de junio de 2001 cuando
Pepe Romagosa era presidente de la Asociación Cultural «Ciudad Real Quijote 2000»

Defensa del refranero

15/02/2010

Un colega mío, al que un día me juré no volver a incomodar, ha afirmado en un artículo publicado en este periódico que no cree en los refranes. Supone – copio literalmente – «que el éxito de los refranes está en el casticismo que añaden a nuestro discurso, pero no en la sabiduría que aportan». Y añade que «cualquier hipótesis se puede apoyar en un refrán». Así que un servidor, que opina todo lo contrario, se ve hoy en la obligación, maguer aquel juramento, de entrar «do no pensaba».
No apelaré a los clásicos para armar mi defensa, sino a ese libro de Cervantes que tengo de cabecera y que, debido a su fama, tampoco hace falta nombrar. Veamos: «No hay refrán que no sea verdadero,» – leo en el libro en cuestión (I, 21) – «porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas». Esta frase de nuestro máximo pensador debería bastar para dar por concluida mi defensa; pero quiero proseguir.
Numerosas veces he constatado que el autor de esa peregrina afirmación, ha transcrito con gran respeto determinados pasajes de la célebre novela en la que hoy baso mi protesta, y ello me permite colegir que también él la estima en mucho. Luego, no me explico su peyorativo aserto sobre un acervo de refranes que Cervantes, el autor de ese libro que a los dos nos fascina, ponderó tan altamente. No le hallo explicación, porque no me encajan las piezas; y tampoco me casan con esta otra verdad que don Miguel nos legó en «Rinconete y Cortadillo»: que «quien bien quiere a Bertrán, bien quiere a su can». Como exclamaría Sancho Panza, estupefacto: ¡adóbame esos candiles! (I, 47).
Me temo que «quizá, y aun sin quizá» (Q. I, 12), mi admirado colega, como la paloma de Alberti, se ha equivocado. He aquí una prueba de que ni los mejores mensajeros, sean aves o seres humanos, están libres de perderse. En todo caso, y como usted, benévolo lector, podrá comprobar, «ciertos son los toros» (Q. I, 35). O sea: «callen barbas y hablen cartas» (Q. II, 7).
Mi amor por los refranes y demás fraseología que salpimentan nuestra lengua – quizá se deba (y aun sin quizá), en una parte, a ese rústico personaje que Cervantes elevó al rango, por primera vez en la historia de la Literatura, de filósofo de la sensatez. La otra parte la atribuyo a Díaz de Mendoza, Núñez de Guzmán, Santillana, Correas, Rodríguez Marín, Cortejón, y a cuantos se afanaron por preservar tan rico caudal de sabiduría popular.
Con todo, no dejo de sorprenderme viéndome en estas cuítas, pues también soy defensor de ese refrán que nos recuerda, no con mucha exactitud, que «al buen callar llaman Sancho» (Q. II, 43). ¿Y si fueran los de esta laya – los refranes discutibles – los que han hecho que mi colega escribiera lo que ha escrito?

No importa

09/02/2010

No lo ha dicho con estas palabras, pero, según el señor José Bono, en España no pasa nada. No aprecia que exista «clamor» alguno en nuestra sociedad contra la actuación del Gobierno de España. No importa que Joaquín Almunia, catalejo en mano, descubra una España catatónica en el bajo vientre de Europa, o que Paul Krugman, Nobel de Economía, declare que «el problema para Europa no es Grecia, sino España». No importa que un relevante socialista,  presidente de Castilla-La Mancha, lance un sincero llamado a la Moncloa sobre la necesidad de recortar ministerios. No importa que Alfonso Guerra – ¿lo recuerdan? – proponga un nuevo gobierno de coalición, prácticamente de salvación nacional, ¡con el Partido Popular! No importan las recomendaciones del Fondo Monetario, Banco Mundial, Banco de España… No importa que Sáez de Santamaría se rebaje sugiriendo que su jefe «aproveche el Desayuno Nacional de la Oración para volver a pedir a Obama que por favor venga a España»; y tampoco que el presidente americano, harto como debe de estar de tantas pamplinas, baje a desayunar en el último momento para no compartir con él los huevos revueltos.

Nada parece importar a nuestro campeón, ligero de bagaje desde siempre, que ahora está perdiendo esos últimos papeles en los que guardaba sus  notas sobre «estatuts», abortos, cierre de empresas y alianzas de civilizaciones; subidas del paro, pensiones, sindicatos, y… versículos del Deuteronomio.

Si no hubiera estado tan ocupado en epatar con el gobierno más feminista del mundo (que habría podido ser maravilloso si en la selección hubiera primado la excelencia); no hubiera errado con las prioridades elegidas, negando por sistema la mayor, España no sería – como ha señalado un político catalán  – «la fábrica de más de la mitad de los parados de Europa».

Nuestro hombre tuvo que desmarcarse una vez más (parece algo superior a él) del resto de los asistentes, al no inclinar la cabeza al principio de esa «Oración Nacional». Hay personas que nunca aprenden. ¡Cómo aprender algo tan pasivo como «donde fueres haz lo que vieres», estando uno por encima del común de los mortales!  Hay personas incapaces de evitar dar la nota gótica en una visita a la Casa Blanca, o ante el paso de la bandera nacional de un país del que dependemos; personas incapaces de aprovechar la juventud para hacerse con una cultura general mínima para ir saliendo del paso. Quien ha hecho una religión del laicismo y ataca a la Iglesia Católica y a la familia en España, se va a orar, ¡nada menos! con el Lobby de la Familia en Estados Unidos. Como escribe Alfonso de la Vega, osa citar la obra de Cervantes, en la que se proclama que «en el temor de Dios está la sabiduría»; y «presume de haber pasado por el Quijote, pero el Quijote no ha pasado por él».  Menos mal que por ahí afuera ya lo han ido calando y saben distinguir muy bien entre un político sui generis y un pueblo grande como el nuestro.

Con o sin tostadas, rechacemos la burda parodia de una oración que no fue tal, y roguemos a Dios – ¡el del Viejo y Nuevo Testamento! – que nos eche una mano.

© 2010  José Romagosa Gironella
“Puntos sobre las íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día  9 de febrero de 2010

Las lenguas del Quijote -IV- «Cervantes, joven promesa …»

06/02/2010
La primera imagen de Cervantes, en una traducción de sus Novelas Ejemplares (1705)

La primera imagen de Cervantes, en una traducción de sus Novelas Ejemplares (Amsterdam, 1705)

Miguel de Cervantes Saavedra nació en Alcalá de Henares en 1547, según su propia manifestación en documento autógrafo que ha llegado hasta nuestros días. Si bien se desconoce el día exacto en que vino al mundo, en el primer libro de nacimientos de Santa María, parroquia mayor de aquella ciudad, bajo la fecha del 9 de octubre de 1547, consta que «fue baptizado Miguel, hijo de Rodrigo Cervantes e su mujer doña Leonor».
Es creencia generalizada, no obstante, que Cervantes debió de nacer diez días antes, el día de San Miguel, es decir, el 29 de septiembre, dada la costumbre de la época de imponer a los nacidos el nombre propio correspondiente al santo del día de su nacimiento.
Los Cervantes, otrora orgullosos e influyentes, se hallaban a la sazón muy venidos a menos. El cabeza de familia, modesto cirujano, amén de sordo, viajaba de un lugar a otro de España en busca de trabajo; siendo ésta la causa de los continuos cambios de residencia de la familia durante la infancia de Miguel. Fue educado desde niño por los jesuitas de Sevilla y, más tarde, en la escuela literaria que dirigía en Madrid el humanista Juan López de Hoyos, a pesar de que aquel aplicado estudiante de Letras se sentía interiormente destinado a seguir la carrera de las armas. Blas Nasarre, el primero que nos da noticias sobre la asistencia del joven Miguel a la escuela de López de Hoyos, escribió que Cervantes, desde su temprana juventud, habíase aplicado a la lectura de cuantos libros caían en sus manos (…) y que compuso varios versos entre los que destaca por su calidad una Elegía a la Reina de España, Doña Isabel de Valois, compuesta con ocasión de su enfermedad y muerte». Las referencias que Cervantes haría más tarde en sus escritos a la vida universitaria – por ejemplo, en La Tía Fingida – han dado pie a pensar que Cervantes estudió durante algún tiempo en la universidad de Salamanca, tal vez en los años siguientes a su periodo escolar en Sevilla (1566-68).
En la biografía de la Hispanic Society of America, (1932), leemos lo siguiente: «Aceptemos o no la supuesta escolarización de Cervantes en Madrid y Sevilla, y su residencia en la gran universidad, uno puede estar seguro, al menos, de que en su juventud fue ávido lector; en segundo lugar, que fue amante de la comedia y capaz de recordar diálogos enteros de multitud de obras escénicas; y, por último, que Cervantes ya componía hermosos versos a la edad de veintiún años». Curiosamente, la biografía añade que «hay razones para creer que destacó en varios deportes (…) que su carácter era cortés y  encantador (…) si bien no emanaba aún signo alguno del genio por el que hoy el mundo entero le venera». Trataremos en próximas columnas de su azarosa vida de soldado y de cautivo, y de su sorprendente actividad literaria en llegando a la edad madura. Acompaña hoy estas líneas un retrato de Cervantes adulto (grabado holandés del setecientos), ya que no ha llegado a nuestro tiempo retrato alguno de sus años de juventud.
Algo sucedió, no obstante, que motivó la inesperada marcha de Miguel a Roma. Se da hoy por cierto que pudo tratarse de una huida para eludir determinada condena, ya que hay constancia (carta conservada en el Archivo General de Simancas) de que Miguel se había visto envuelto en una riña, o duelo, con un tal Antonio de Segura, a quien había herido con su espada. Cualquiera que fuera la causa de su viaje, Miguel consiguió hacerse con un certificado de limpieza de sangre, acreditativo de su larga estirpe cristiana, lo que en 1569 le permitiría zarpar para Italia y entrar al servicio del cardenal Acquaviva. Ignoramos lo que sucedió a Cervantes durante los dos años siguientes; pero lo encontramos de nuevo el 7 de octubre de 1571, a bordo de la galera Marquesa, combatiendo heroicamente contra la armada turca en la decisiva batalla de Lepanto. Su vocación castrense veíase finalmente realizada en detrimento, siquiera por unos años, de su prometedora carrera literaria. Su brillante participación en aquella batalla, de la que salió con dos heridas en el pecho y la mano izquierda lisiada, le valió merecida fama de valiente y el célebre sobrenombre de «el manco de Lepanto».
Tras intervenir en 1572 en la expedición naval a Navarino, toma parte, en 1573, en las acciones que culminaron en la conquista de Túnez y Bizerta. En 1975 embarca en la galera Sol, acompañado de su hermano Rodrigo, rumbo a España, donde confiaba conseguir un importante ascenso militar. No podía esperar menos de las cartas de recomendación que portaba. Pero tampoco podía prever que la nave en la que regresaba a la patria sería de improviso atacada por tres navíos turcos, y que él y su hermano serían apresados y conducidos a Argel donde consumirían cinco y dos años, respectivamente, de durísimo cautiverio. La entereza de Miguel y su talante altruista y generoso para con los demás cautivos, se hicieron patentes durante aquellos años de prueba. Rescatado Miguel tres años después que su hermano, tras interminables esfuerzos de su familia y de los frailes Trinitarios, pudo embarcar hacia España en octubre de 1580, recién cumplidos los treinta y tres años.
Tan intensa y novelesca fue la vida del futuro autor del Quijote en aquellos años, que no puede causarnos la menor sorpresa esta reflexión del novelista inglés Walter Starkie:
«el Quijote es una de esas raras novelas en las que el héroe y el autor están tan estrechamente relacionados entre sí que no es posible estudiarlos por separado». Y tampoco esta otra: «De igual forma que Don Quijote fue el reflejo de Cervantes el hombre, sólo en la biografía de este último podemos encontrar la verdadera interpretación del Caballero de la Triste Figura».

© 2004  José Romagosa Gironella
“Las lenguas del Quijote”
Publicado en “Lanza, Diario de La Mancha” el día 29 de febrero de 2004

¡Qué éxito!,¡34 donaciones de órganos por cada millón de españoles!

06/02/2010

España, con menos de 1400 donaciones al año, es el primer país del mundo en donación de órganos. En todo un país de 40 millones de habitantes se ceden 34 órganos al año por cada millón de ciudadanos para salvar o mejorar la vida de un número similar de personas. Se trata de un récord mundial, pero ¡qué triste para el mundo que podamos ostentarlo con una cifra de donaciones tan reducida!  Millares de enfermos, o accidentados, mueren todos los años por falta de ese órgano que les habría permitido seguir con vida. Y esto sin contar una legión de invidentes que no pueden recuperar la vista, y tantos otros enfermos de todo tipo por los que la sociedad, pudiendo hacer mucho en infinidad de casos, no hace prácticamente nada.

Estuve hace unas semanas en un tanatorio de Ciudad Real, en el que se encontraba la capilla ardiente de un amigo fallecido cuyo cuerpo, por expresa voluntad suya, iba a ser incinerado Durante todos estos días que han pasado desde aquella tarde, no dejo de pensar en mi amigo y en el montón de cenizas en que su cuerpo, con todos y cada uno de sus órganos, se habrá convertido. Y lamento que ya nunca podré tropezarme en ninguna calle de esta ciudad con un niño, o con una persona mayor que la cruza finalmente sin ayuda,  gracias – ¿por qué no? – a las córneas de mi amigo muerto. Lamento que otro buen amigo que tengo, el cual está en lista de espera para trasplante de pulmón, no haya podido rehacer definitivamente su valiosa vida – es médico – con uno de los pulmones de mi amigo muerto. Y también recuerdo a unos grandes amigos de Argamasilla de Alba, ambos hermanos y  sometidos a diálisis, que así mismo se hallan desde hace años a la espera de un riñón que no acaba de llegar. Lamento que el corazón, el páncreas, el hígado, la piel o los riñones de ese cuerpo hoy transformado en polvo no hayan podido utilizarse para salvar, o para mejorar al menos la vida de alguno de esos seres humanos dolientes que esperan ansiosamente una donación. Lamento que nadie volverá a sentir la simpática mirada de mi amigo, porque sus ojos, que podrían haber seguido sonriendo en otro rostro, ya no existen. Porque, ¡qué lástima!, se pulverizaron, junto con todas las demás vísceras de su cuerpo, en un crematorio.       

Es estupendo que ostentemos el récord mundial en donaciones, pero deberíamos sentirnos muy mal los cuarenta millones de «plusmarquistas» que vivimos en este país. Deberíamos avergonzarnos de tanto dolernos por los males propios, cuando tenemos en nuestra mano – o mejor dicho, en la maravillosa máquina de nuestro cuerpo – un inmenso potencial de remedios para nuestros semejantes, y nos negamos a cederlo. Me resulta inevitable pensar que acaso mi amigo muerto estaría aún con vida si el hábito de donar órganos hubiese estado más desarrollado en nuestra sociedad. Y se me hace extraño que antes que permitir que se extraiga una pequeña parte de nuestro cadáver, prefiramos que esa parte se pudra en la tierra o la consuman las llamas. Es como si dijéramos a nuestro cuerpo, en un vano afán posesivo: «serás mío, o no serás de nadie». Verdadero problema de educación éste al que hoy he querido referirme, y al que nuestros políticos – ¡a este tema sí, y no a tantos otros banales! – deberían prestar (si verdaderamente dieran la talla) su atención prioritaria.

Los avances de la ciencia nos permiten, por primera vez en la historia,  la ocasión maravillosa de seguir manteniendo el valor precioso de nuestros órganos incluso después de que nuestros cuerpos hayan muerto. Pero esos órganos, que constituyen nuestra mejor herencia, dejamos que se desintegren y desaparezcan sin beneficiar a nadie. Deberíamos reflexionar sobre el hecho de que nuestra propia muerte tendría otro sentido si la utilizásemos para proporcionar vida a otros seres humanos. ¿Sería lógico exigir que nos enterraran con un décimo de lotería que hubiera resultado premiado la víspera de nuestra muerte? Pues algo parecido hacemos cuando nos olvidamos de que nuestros órganos podrían devolver la felicidad a millares de personas y optamos por llevárnoslos, inútil y egoístamente, a la tumba. Algunas culturas primitivas obligaban a que las esposas fueran enterradas vivas, junto al marido; y esto, naturalmente, nos parece atroz. Pero algo parecido hacemos en nuestro tiempo al olvidarnos de esas vidas que con nuestros órganos podrían salvarse, sin daño ni sufrimiento alguno por nuestra parte.

La Iglesia, de otro lado, debería adoctrinar mejor a los cristianos sobre esta nueva y sublime forma de «caridad» y de «amor al prójimo»; pero permanece excesivamente callada sobre estos temas, derivados de los grandes avances científicos, que a menudo parecen superarla. La indiferencia ante el dolor ajeno, o la falta de prestación de ayuda, han sido siempre, aunque no nos guste oírlo, graves pecados por omisión. Por ellos, seguramente, seremos un día juzgados, y poco nos valdrá la circunstancia, dudosamente atenuante, de que también nosotros sufríamos y éramos presa del miedo.

No deja de ser paradójico que la mejor obra a nuestro alcance – y sin duda la menos meritoria – sea la que podemos realizar después de muertos. Si a algún lector le hubiera hecho cierto efecto este artículo, puede obtener más información contactando con la Asociación Española de Transplantes, sita en Madrid. Así mismo, en cualquier hospital de Castilla la Mancha podrá ser orientado convenientemente si, como ya es  el caso del autor de estas líneas, desea usted ser donante. Debemos alegrarnos, en todo caso, de que el vasto conjunto de leyes y técnicas desarrolladas en España para la regulación de los trasplantes haya merecido el honroso título de «The Spanish Model», y que nuestras pautas se estén copiando hoy, al pie de la letra, en las naciones más avanzadas.

 

© 2006  José Romagosa Gironella
“Puntos sobre las íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día  7 de agosto de 2006

La exposición «Orígenes», espléndida promoción de «la Caixa»

06/02/2010

Ya está abierta en Ciudad Real la magna exposición «Orígenes – Cinco hitos en la evolución humana», de la Fundación «la Caixa». El autor de estas líneas ha tenido ocasión de participar en una visita guiada a esa extraordinaria descripción de la evolución humana. Apasionante proceso que se inició hace 4 millones de años con la aparición de esos primeros homínidos que aún no habían abandonado su modo de vida arborícola; siguió con los inicios de su locomoción bípeda (el primer gran hito de nuestra evolución), la invención de herramientas y el control del fuego; y alcanzó su máximo nivel al ser capaz el hombre de generar pensamientos simbólicos y de desarrollar su autoconciencia. Terminado el interesante recorrido por la muestra y oídas con atención las autorizadas explicaciones que un joven antropólogo ofrece al grupo, el visitante sale a la calle estimulado para seguir pensando en el tema. Y más de uno de estos pensantes habrá llegado a la conclusión de que ese grado de «homo sapiens» que en nuestro tiempo se atribuye al hombre, no corresponde a la realidad. Disponemos, sí,  de una masa encefálica varias veces más desarrollada que la de los primeros homínidos, pero aún no hemos aprendido a hacer buen uso de ella. De otro lado, el sucesor del «homo habilis» de hace dos millones y medio de años, dedica ahora sus nuevas herramientas al expolio de sus congéneres a escala planetaria. El creciente abismo que separa el mundo rico del mundo pobre, viene a confirmar  este aserto. Nuestros predecesores vivieron largo tiempo en los árboles para defenderse de los depredadores; pero entonces se trataba, al contrario de lo que ocurre hoy, de depredadores de otras especies. ¿Dónde se refugiará el ser humano del futuro para defenderse de sus depredadores congéneres?  ¿En los árboles, de nuevo?  No parece muy probable que siga habiendo bosques en la Tierra para entonces… Y, a pesar de que la propia palabra «evolución» pueda sonarnos a mejora , deberíamos asegurarnos de  que seguimos «viniendo» del mono; porque, semánticamente hablando, en toda evolución cabe una «involución», o retroceso.
Cinco hitos – según los expertos de la Fundación  citada – han marcado nuestro paso por este mundo. ¿Qué señalará el sexto? Con tanta materia gris y tanto soberbia, ¿alcanzará el hombre ser «sapiens» de una puñetera vez? En cualquier caso, gracias, señores de la Fundación «la Caixa» y del Ayuntamiento de Ciudad Real, por esa Exposición que viene a demostrarnos que nuestro cerebro ha crecido, pero sólo de tamaño.

© 2007  José Romagosa Gironella
“Puntos sobre las íes”
Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, el día 30 de abril de 2007

Prólogo para el libro «Por las estelas del recuerdo», de Ana Moyano

06/02/2010

No sólo en el diario «Lanza», de Castilla-La Mancha hay ese «Rincón de Ana Moyano» que tanto nos agrada leer. Cuantos hemos tenido el privilegio de tratar a esta singular autora, sabemos que el espíritu que habita en ella – ¡y en su pluma! – también se ha labrado un hueco en nuestro corazón.

Sentimos que en un lugar recóndito de nuestro ser albergamos nuestro propio rincón de Ana Moyano. Tengo el pálpito, además, de que Ana es uno de esos seres humanos que no se ha cruzado en nuestras vidas porque sí; sino que Alguien la ha puesto en nuestro camino, generosamente, para hacérnoslo más grato. Buena samaritana, nos alarga su cuenco de agua viva para que bebiendo de él volvamos a sentir emociones que creíamos agotadas y nos detengamos a considerar que «todas las personas mayores primero fuimos niños».

El compendio de cuentos que Ana me ha pasado para que lo prologue, me ha parecido, de un lado, una bellísima partitura musical. No en vano «Por las estelas del recuerdo» – que este es el título de la obra que ahora, amigo lector, tienes en las manos – es el fruto natural de una sensitiva escritora que tiene en la música, en la enseñanza del violín para ser más preciso, su gran pasión. De otro lado, y a pesar de que los cuentos de esta recopilación han sido compuestos en prosa, he tenido la sensación de estar leyendo poesía.

Este nuevo libro constituye un caleidoscopio de recuerdos que podrán coincidir, en mayor o menor medida, con las vivencias que muchos de sus futuros lectores conservan en el desván de su memoria. Es un libro que hará reflexionar al lector sobre la injusticia – cuando no la crueldad – que ha presidido nuestra reciente convivencia; sobre la fragilidad de nuestros sueños y la necesidad de que los seres humanos lleguemos un día a tratarnos como verdaderos hermanos: sin egoísmos ni indiferencia. Trátase en él de historias pequeñas, cotidianas, casi siempre de ambiente rural; pero de notable enjundia para quien opte por analizarlas desde un punto de vista filosófico. El innecesario daño a terceros, el sufrimiento, e incluso la tragedia – esta es la reflexión que Ana nos sugiere – son lacras que a menudo podríamos evitar. No se juzgan en el libro las situaciones, pero sí se dan en él todas las claves para que el lector pueda juzgarlas.

En este sentido, no sólo nos hallamos ante una obra de verdadero interés literario – apasionante y bella narrativa – sino también ante una vasta selección de edificantes estudios psicológicos que reclama, como en un juego interactivo, la participación del lector.

Otro aspecto interesante de la obra es que la autora, aparentemente, se ha limitado a narrar, sin más. Su sabiduría, no obstante, se ha ido infiltrando, como quien no quiere la cosa, en todos y cada uno de sus cuentos, emparentándolos así con los de Saint Exupèry.

Una célebre novelista declaró hace algún tiempo que siempre rechazaría el concepto de «literatura femenina» en la que el entrevistador pretendía encasillarla, mientras no se demostrara que hay literaturas de altos y bajos, de rubios y morenos. Pues bien, este libro de Ana Moyano sólo podría haber sido escrito, en mi modesta opinión, por una mujer. Sería impensable identificar con la de un varón esa voz amorosa, de suave acento, que escuchamos entre líneas mientras leemos. La angustia del desengaño; la tragedia de un hijo que nunca tendrá padre; la vida, sin clemencia, que arruina los sueños… y tantas otras historias que saboreamos en el libro, sólo podrían deberse a la pluma de una mujer.

De una mujer exquisita que acaricia con la palabra – eco de otra que escuchamos en la niñez – y que nos devuelve el paraíso, injusto también por privilegiado, de mil besos nocturnos en nuestra frente.

Prólogo para el libro «Por las estelas del recuerdo», de Ana Moyano, publicado en el año 2004 (Caja Rural de Ciudad Real) 
 
© 2004  José Romagosa Gironella

Presentación del libro «Días de Flores en Desatino», de la poetisa Nieves Fernández Rodríguez.

06/02/2010

Presentar la obra de un poeta es ardua tarea para quien no lo es en el sentido estricto de la palabra, o, dicho directamente, para quien no sabe escribir un verso. Pero se torna en un coser y cantar para quien, como es mi caso, no alcanza a componer ese verso pero descubre poesía por todas partes, y a todas horas, en la Naturaleza, en la Amistad y en tantas otras cosas que la vida nos regala. Siempre recuerdo un pensamiento que escuché en cierta ocasión y que me hizo mella: que el buen Dios puede ofenderse si pasamos junto al «color púrpura» sin conmovernos. Desde entonces, puedo asegurároslo, entre todos mis pecados, que han sido muchos, no he cometido éste.
 
El libro de poemas «Días de Flores en Desatino», de la poetisa manchega Nieves Fernández, que hoy tengo el honor de presentar, no sólo me parece muy atinado, sino también sinónimo de ese color púrpura que tanto admiro y respeto; de ese magnífico presente que nos ha sido dado – el conjunto inmenso de la Creación, con sus luces y sus sombras, y su inagotable poesía inherente – ante el que a menudo pasamos distraidos. Es sinónimo, así mismo, de los sentimientos amargos que la vida, nuestra harto misteriosa e inexplicable vida, nos permite acumular para que maduremos y podamos comprender. «Días de Flores en Desatino», de esta interesante mujer que está sentada a mi lado, es – porque no podría ser otra cosa ni cabe otra explicación – el extracto destilado de toda la belleza y la bondad, y también de cierta amargura o tristeza que habitan, o han habitado en ella.
 
Aunque yo,como ya he dicho, no se hacer versos, sí he sabido hacer míos, cuando ha sido menester, los que algunos poetas compusieron; y es fácil adivinar qué contestaría a Nieves si un día, hipotéticamente, me preguntara, «fijando en mi mirada su pupila azul» – o castaña : «¿qué es Poesía?».
 
El libro de esta poetisa, unas veces autobiográfico y otras no, refleja siempre el sufrimiento: la soledad de los demás es también la suya. Sus versos son los de millones de mujeres conmovidas por el dolor ajeno que no tuvieron la facilidad de escribirlos; o de millones de hombres incapaces, como yo, de hacerlo. Sus poemas están repletos de fotos fijas, de color sepia, que nos descubren esas ausencias y lacerantes desencuentros que la autora denomina «los días sin flores que siempre han de llegar». Hay mucho sentimiento en esas estrofas que nos hacen nudos en el corazón. Como cuando nos hablan del limpiabotas sin barro…, de aquel campesino – su padre – que no había visto nunca el mar…; o bien, de esas sábanas que ya no huelen a espuma de afeitar…, o, de aquel mantel sin vino…
 
La propia autora me ha confesado que son poemas, estos de su nueva compilación, escritos hace algún tiempo, tal vez diez años atrás, y que hoy es más optimista. Y yo me alegro porque pienso, con León Felipe, que no deben hacernos callos las cosas en el alma ni en el cuerpo; si bien reconozco que es algo casi imposible de lograr en este tiempo acelerado que nos ha tocado vivir.
 
Otra joven mujer, que por cierto está hoy aquí, también me ha confesado (desde que peino canas, son muchas las mujeres que se acercan a mi…; pero, ¡ay!, sólo para confesarse) que se ha hartado de llorar con los versos de Nieves Fernández, que es su forma de decir que se ha saciado de ingerir su alimento preferido. Nieves, con estos versos limpios y frescos que evocan su propio nombre, ayuda a muchos, estoy convencido de ello, a iluminar los momentos grises de sus vidas y de sus noches; que éste es el supremo valor y la máxima utilidad de la buena poesía, es decir, de la poesía sin más, porque la mala no lo es.
 
Sus versos son como ideogramas que se nos quedan clavados para siempre, cual alfileres. He aquí uno de ellos, tan simple en apariencia, pero que retumba en nuestras entrañas como una carga de profundidad: «Su cumpleaños, / dos tartas, / dos fiestas…», idea que ya no dejaremos de asociar a esas celebraciones mutiladas, incompletas, casi forzadas, de toda familia rota…
 
Nieves, poetisa nata, ganadora de más premios que poesías tiene escritas, es célebre en Ciudad Real – y fuera de ella – como animadora a la lectura. Su objetivo, bien contrario a lo que acaba de declarar un falso profeta de la literatura, es lograr que la lectura sea un juego apasionante para sus privilegiados alumnos. Ella sí cree que hay que fomentar el hábito de leer en los más jóvenes, como medio para hacerles más libres, comprensivos, tolerantes y poseedores en el futuro de un mejor criterio. Lleva ya muchos años esparciendo amorosamente este grano de mostaza; y la mera constatación de los frutos que ya está cosechando tiene que alegrarle la vida, tanto como se la alegran sus dos hijos y José Manuel, su esposo, «el mejor secretario que podría desear», según me ha confesado. ¿Lo véis?, siempre, y únicamente, la confesión.
 
Todo ello le compensa, digo yo, de esa tristeza que siente al contemplar lo que ella llama «el globo azul», este planeta en el que vivimos, al cual – como se empeña en diagnosticar – «le ha llegado la noche». El lector, estremecido, odia esta profecía, y también odia, pero sólo por una milésima de segundo, a la autora de un aviso que pudiera ser verdad. Claro que, inmediatamente, vuelve a amarla, porque, amigos, como todos sabéis, Nieves es el arquetipo de la mujer amable, es decir, digna de ser amada; que se deja querer y que, en definitiva, nos pide a gritos en sus versos que la queramos.
 
Tras éste, mi sincero sicoanálisis, termino inclinándome con respeto y admiración ante esta poetisa manchega, femenina y sensible donde las haya, la cual, según creo y afirmo, encarna mejor que nadie esa «Mancha-Mujer» a la que me encanta referirme; porque hace veinte años que me tiene cautivado.»

Presentación del libro «Días de Flores en Desatino», de la poetisa Nieves Fernández Rodríguez.
Intervención de Pepe Romagosa, Presidente de la Asociación Cultural «Ciudad Real Quijote 2000». – Salón de Actos de Unicaja, Ciudad Real, 25 de Octubre de 2002.
© 2002  José Romagosa Gironella

ARGAMASILLA DE ALBA Y EL CABALLERO DEL VIOLÍN

05/02/2010

Ha caído en mis manos un ejemplar de la obra Don Gipsy (Don Gitano), que allá por 1935 compuso Walter Starkie para dar continuación a sus exitosas Aventuras de un Irlandés en España. O sea que mientras mi madre apretaba en una apartada ciudad del otro extremo de España para darme a luz, el célebre hispanista recorría, bloc en mano e inseparable violín a cuestas, esa Andalucía gitana de Carmen y cante jondo que anhelaba retratar.

¡Y vaya si la retrató!. Con la máxima precisión y detalle, como sólo de un gran observador de su talla se habría podido esperar. Hay una parte en el libro, titulada Viernes Santo en Sevilla, de auténtica antología. Leerla hoy es como si el tiempo no hubiera pasado, salvo por aquellas saetas cantoras que en esa Semana Santa del año en que yo nací , y ante el célebre paso del Cristo del Gran Poder, improvisaba en las calles sevillanas la Niña de los Peines. El lector, concentrado en la narración, viene arrastrado por el ritmo ensordecedor de las palmas de acompañamiento y la embriagadora fragancia del azahar, el incienso y la cera quemada. “La cabeza me daba vueltas”- anotaría el irlandés en su diario. – “Estaba ebrio de ritmos y excitación. Mis piernas rehusaban llevarme más lejos y me tumbé a un lado de la carretera…Poco a poco el aire fresco de la mañana me reanimó…”. Y termina el ajetreado capítulo con estas palabras: “Llegué a mi cenit en esta Semana Santa por las calles de Sevilla. Necesitaba huir a algún solitario paraje, donde meditar algún tiempo y recobrar mi equilibrio mental, después de Andalucía… Por este motivo partí para Sierra Morena…”

Es aquí, ya en las páginas finales del diario, donde encontramos a nuestro irlandés errante vivaqueando, como antes hiciera  Don Quijote, en las profundidades de Sierra Morena, muy cerca de Venta de Cárdenas. “Debió de ser en esta pradera» – maquinaba el escritor, gran conocedor y amante de la fábula cervantina- «donde Don Quijote cumplió su penitencia amorosa”. “Y cerca de aquí debió de andar el andrajoso Cardenio, triscando de roca en roca, en su vano intento por huir de una mala conciencia que no le daba tregua…”. Con Don Quijote en la mente,  Starkie se pregunta si no podría reclamar para sí el sobrenombre de “Caballero del Violín”, tras haber recorrido gran parte de España con su instrumento musical a cuestas. “Al poco tiempo…”- seguimos leyendo en la obra- “llegaba a Argamasilla de Alba, la patria de Don Quijote, tan orgulloso de mis proezas como el propio Amadís de Gaula”.

No le cabe duda al hispanista –ni siquiera se lo cuestiona- de que Argamasilla de Alba es el lugar de la Mancha del que Cervantes no quiso acordarse. Y divierte seguir aprendiendo, al tiempo que leemos, que “en Argamasilla hay un exceso de filósofos” que Starkie divide en dos clases: los ascéticos y los epicúreos; es decir, altos y delgados quijotes y sanchopanzas barrigones. Nos habla, así mismo, de esos lienzos con escenas de Don Quijote que admiró en el casino local hace ya sesenta y cinco años, y que aún pueden contemplarse hoy, algo más deteriorados; y de un tal don Jaime (“que no era de Argamasilla, sino de un pueblo vecino e industrioso llamado Tomelloso”), que le sirvió de cicerone durante su estancia. Recuerda, igualmente, que llegó a tocar su violín ante los tertulianos del casino, y a consumir largos ratos de charla sobre Don Quijote con aquel culto y ascético «don Jaime» que tanto le había recordado al Ingenioso Hidalgo.

También nos habla de una venta de Villarta de San Juan en la que paró y donde obtuvo permiso para tocar de nuevo su violín (imagino que para pagar la posada). “Pagué al pregonero para que tocase su campana anunciando mi concierto” –confiesa. Y narra, a continuación, la curiosa cena con unos arrieros manchegos, en la que las navajas –llamadas en la época “fe de bautismo”- hacían las veces de tenedor y cuchillo a la hora de llevarse a la boca los trozos de cordero del caldero. El cuento nos traslada, inevitablemente, a la escenografía zarzuelística de “El Cantar del Arriero”, y creemos estar oyendo la bronca voz del susodicho cuando ordena el vino al mesonero (“…del más negro que tenga, del menos fino”).  “Los hombres iban sacando sus navajas” –recuerda el irlandés- “abriéndolas con un ruido de muelles”. Rememora más tarde su paso por Herencia, donde una turba de chiquillos, pegada a sus talones, se dedicó a hacer burla de su aspecto estrafalario, obligándole a “acogerse a sagrado” en la iglesia del pueblo. El lector tiene la sensación de que Herencia  fue para Walter Starkie su particular lugar de la Mancha del que jamás querría acordarse.

Y de Herencia pasó a Alcázar, donde deseaba saludar al gallego don Juan González Paramós, renombrado director de la banda del pueblo. Llegado a su domicilio, preguntó por él, alargando una tarjeta personal a la sirvienta que salió a abrirle. Al rato regresaba ésta para devolverle la tarjeta y entregarle una peseta, diciéndole: “esto es lo que el señor puede darle”. “¡Pero, señora, yo no soy un mendigo! Tengo mucho dinero…”- protestó arrogante, “como si fuera propietario de los tesoros de Creso”. Aclarada la confusión, y afirmada con el dueño de la casa esa celta afinidad de gallegos e irlandeses, hubo de escuchar la consabida historia de que “Cervantes nació aquí, en Alcázar de San Juan”. En cuanto a Don Quijote, reconoció el gallego, como está mandado, su patria argamasillera, mientras situaba la de Sancho en Campo de Criptana.

Sigue Starkie su periplo por la famosa población en cuyo cerro divisara Don Quijote treinta o cuarenta molinos de viento, lamentándose el escritor de que “hoy, al pasar por la ventosa carretera, veo sobre la cresta de la montaña las giratorias aspas de siete u ocho molinos de viento…”. Así que, constatamos, en 1935 ya sólo había siete u ocho molinos en el Cerro de la Paz, aunque todavía se realizaba en algunos de ellos su tradicional función: “…trepé vacilante por la torcida escalera y llegué a la plataforma en que se hallaba el molinero”. Refiere Starkie, acto seguido, que  “estaba todo blanco de harina …; una enorme rueda crujía con estrépito y todo el molino trepidaba como un velero agitado por la tempestad”. Y aquí, en Criptana, un pastor explica al irlandés su particular versión sobre ese célebre plato, los “duelos y quebrantos”, que le ofrecen en la posada para cenar. “Los pastores” –le dice- “desempeñan un puesto de confianza cerca de sus amos y son responsables de cada oveja que está a su cuidado. Si muere una por accidente, el pastor la desuella y cura la carne con sal y ajo. Luego, el sábado, día de entregar la cuenta, va a ver a su amo y le enseña la piel como prueba de que el cordero ha muerto. Entonces él se lleva la carne para cocerla en su casa. La pérdida del cordero es una pena (duelo) y un ,,quebranto,, para el amo. He aquí la explicación”. También le sorprende a Starkie, unos días más tarde, que el combustible del fuego en el que se cuecen unos galianos sea estiércol seco. Y uno cae en la cuenta de que esta práctica, ya desaparecida, bien pudo ser una herencia de aquellas tribus invasoras, procedentes del Sahara, que siglos atrás habitaron estas tierras. Piensa el lector que Starkie debiera habérselo preguntado a algún viejo pastor, pues era éste, en el medio rural, quien solía saberlo todo; como en la actualidad sucede, en cualquier ciudad, con el taxista avezado.

En El Toboso conoce nuestro viajero a don Jaime Pantoja, el alcalde del pueblo que desde 1922 ha venido proclamando al mundo entero la importancia de El Toboso como patria de la “hermosa doncella imaginaria a quien Don Quijote juró eterna fidelidad”. “En su antigua y hermosa mansión”- sigue informándonos el hispanista- “construida en 1520, ha formado una biblioteca dedicada a la literatura de Cervantes. Escribe a todos los gobiernos del mundo para obtener de ellos traducciones del Quijote en varios idiomas, con dedicatorias a la ciudad de Dulcinea, firmadas por los primeros ministros…”.  Al leer estos pasajes, el ávido lector se pregunta si se habrá seguido honrando en El Toboso la memoria de ese alcalde irrepetible. Puede ser tan ingrata a veces nuestra España…

Es admirable constatar, en todo caso, cómo supo captar la Mancha Walter Starkie. La lectura de su libro nos permite imaginárnoslo, como él mismo nos describe, reposando por la noche bajo un árbol mientras tañe el violín para poblar su soledad, o “alimentándose de pan, jamón crudo (como un trozo de correa del cual cortaba finas lonchas), queso manchego (conservado en aceite) y rojo vino de la Mancha cuyo gusto se parece al borgoña».  Retrató estas tierras a la perfección al afirmar que “la atmósfera de la Mancha es tan diáfana que tuve la sensación de caminar con botas de siete leguas por estepas ilimitadas…”. O cuando consigna en su diario, recordando el paisaje recorrido, que “era una tierra encantada y silenciosa”; o nos explica la leyenda de la aparición de la Virgen en el castillo de Peñarroya; o su interesante visita a la cueva de Montesinos (“los manchegos de Ruidera dicen que la caverna tiene varios kilómetros y termina en el castillo feudal de Rochefría…”). Y publicitó, también, madrugador, justo es constatarlo -¡y agradecerlo!-, los productos tradicionales de esta región.

Pero antes de dar por concluido su viaje por la Mancha, siente Walter Starkie la necesidad de regresar a la Argamasilla, para dar su último adiós, «desde la villa del tomillo y del romero más fragantes», a esta tierra mágica que le ha hechizado y que nunca volverá a visitar. El “peregrino en la ruta de Don Quijote” (así se define a sí mismo en la obra comentada), concluye melancólicamente su diario: “Desde un otero contemplé el pueblo de Argamasilla. Era avanzada la tarde y oía remotas voces de muchachos y el chirriar de las carretas volviendo al pueblo…”. Y la última línea, en la página 429 del libro, como en un deseo de dejar constancia geográfica y temporal de su viajera experiencia,  reza, escuetamente: “Argamasilla de Alba, 1935”. Anotación ésta que nos recuerda el célebre colofón – “Hoc scriptserunt”- con el que también unos antiguos Académicos quisieron dejar testimonio para la posteridad del lugar –“la Argamasilla”- en el que “compusieron” sus no menos célebres sonetos.

Concluyo también yo esta reseña, a la que la lectura de tan apasionante obra me ha llevado, lamentando (aunque sea off the record, para no molestar a nadie) que no se mencione a Walter Starkie en el libro “Viajeros por la Historia, Extranjeros en Castilla-La Mancha”, de Ángel y Jesús Villar Garrido, impreso en Toledo en 1997. En la exhaustiva e interesante publicación se relatan los viajes por Castilla-la Mancha de notables viajeros y escritores desde el siglo XIII hasta nuestros días (Abu-abd-Alla, Abulfeda, León de Blatna, Jerónimo Münzer, Andrés Navagero, Jacobo Sobieski, A. Jouvin, Madame D´Aulnoy, cierto embajador marroquí, José Blanco White, Giacomo Casanova, el Barón de Bourgoing, José Townsend, el mayor W. Dalrymple, Richard Ford, George Borrow, Ricardo Quetin, Hans Christian Andersen, Gustave Doré y Ch. Davillier, August Jaccaci, Vasily Namirovich-Danchenko, Maurice Barrés, Rainer M. Rilke, Jan Morris, etc.). Pero en dicho libro se omite cualquier mención a Walter Starkie, el penúltimo extranjero célebre que se prendó de la Mancha, y al cual debemos también, por si los relatos de sus viajes por España no bastaran, una de las mejores traducciones a la lengua inglesa de nuestro Quijote inmortal.

De modo que…, para que este artículo encierre un fin práctico concreto,  pido una calle en la Argamasilla  para ese gran tipo irlandés –Walter Starkie-, “caballero del violín”, que supo ensalzar nuestra tierra. Sería un acto de justicia. Leo en la “Guía Turística y Callejero de Argamasilla de Alba”, del cronista argamasillero José Díaz-Pintado Carretón, que este municipio dedicó una calle al poeta y escritor español Víctor de la Serna, entre otras razones, por haber escrito un libro (“Nuevo Viaje de España”) en el que mencionaba las lagunas de Ruidera, Argamasilla de Alba y la Mancha en general. No es tan peregrina mi petición, por tanto; máxime cuando también constato en la citada “Guía” que otros muchos literatos nacionales (José María Pemán, Rafael Alberti, Azorín,  Antonio Machado, León Felipe, Blas de Otero…) merecieron este tipo de distinción, y aún no se ha producido el hecho de que una calle de la Argamasilla luzca nombre extranjero. ¡Venga, pues, esa ”Calle Walter Starkie”, señor Alcalde, y démosle un toque cosmopolita al callejero!

 © 2004  José Romagosa Gironella